MITOS MAGAZíN

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Techau

Juliana Torres Forero

Sobrevivimos solo porque tenemos palabras
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Inger Christensen

Cat, Saint James's Factory, 1755, England

Ahora estoy encima de la cama. Un bulto de pliegues suaves respira junto a mí. Espero a que esa cosa rara—no se parece en nada a lo que soy—salga de ahí adentro, esa que me cuida y me llama con sus ronroneos: pa-pa-ya. Me parece que eso soy yo. Esos ruidos que encadena con urgencia me traen a su voz: “ya ven, Papaya, deja la flojera, empecemos juntas el día”. Ella (creo que eso es lo que es) repite mucho “día”, yo no he podido entender a qué se refiere, escarbo y escarbo en este océano de imágenes y estridencias en las que me hundo, mientras mi cuerpo hace lo suyo y no lo entiendo. Lo importante es reconocer que “Pa-pa-ya” me trae de inmediato al radar de su atención. Ella me dice que esos sonidos están hechos de letras y que esas letras juntas se llaman “palabras”. De manera que eso es lo que me pasa, esta virulencia viene de esos pedazos de nada, de aire, que se van llenando de mí. La palabra con la que me llama se puede comer, me dice. Pertenece al reino de las cosas jugosas y coloridas, de las cosas a las que les puedes meter los dedos y hacer que reviente la carne y salgan las semillas. Cuando está contenta, me llama también pelusa, pajarita, serenidad de mi mundo, mi concentración de átomos favorita, mi no-yo. Yo me asombro de oír cómo se van multiplicando esas formas del aire en su boca, cómo mutan hasta hacer cada vez más difícil resistirse a que entren en mí.

Ella es la fuente, ya lo sé.

Ahora no me habla, no quiere salir. Quiere quedarse ahí adentro, en esa cueva que la deja inventar sueños donde abraza, lame y muerde otros cuerpos. Yo voy haciendo brotar mis borboteos a ver si la saco de ahí, a ver si al fin nos movemos y comenzamos a hacer eso que sabemos hacer: parir al mundo, otra vez, con nosotras a bordo. Quiero que las dos seamos lo que se agita y salto. La huelo, nos huelo, como una sola cosa viva. 

Ella abre los ojos.

 Cat Statuette intended to contain a mummified cat, Ptolemaic Period, 332–30 B.C., Egypt

Le lamo la frente. Sigue sin moverse y yo empiezo a recordar cómo comenzó todo esto, cuándo dejé de sentirme como lo que era antes. Creo que fue cuando ella dejó de salir de la casa. Yo estaba acostumbrada a que sus piernas se movieran para alimentarme. Ella dejaba de ser bulto para convertirse en lo que se mueve, y la única razón por la cual lo hacía (o eso era lo que yo creía) era para poner unas bolas olorosas en mi plato y para hacer brotar el agua de la fuente. La fuente y yo. Unos chorros flacos salían de una flor que imitaba a una margarita y que me salpicaban; yo saltaba alrededor, eran cinco chorros, ¡paf!, ¡zas! ¡chap!, ¡chap! ¡glup! ¡zas!  Yo bebía. A mi humana—ahora sé que este es otro de sus nombres—le parecía extraña mi relación con la fuente. Sólo porque me gustaba golpearla con mis garras, arrastrarla sin motivo hasta la cocina o hasta la puerta de la casa. No quería decir nada con eso, no era una forma de desagradecimiento, como ella pensaba. Lo hacía porque sentía que ella necesitaba movilidad. El agua no puede quedarse quieta, yo la empujaba, quería que se desbordara, que nos llevara a ese camino que las dos queríamos recorrer: el que nos llevaría al lugar donde se agitan las cosas. En todo caso, lo que quiero decir es que ella se iba, recuerdo, se iba y me dejaba sola a lo largo de muchos sueños. Yo no la veía hasta que volvía cuando ya todo estaba oscuro y me contaba lo que había pasado en lugares que desconozco. Me hablaba de espacios donde hablaba con otras personas, sin tenerle miedo a la saliva dispersándose en el aire. Las conversaciones no eran, en esos tiempos, amenazas. En ese entonces, ella amaba tocar, arañar el mundo, metérselo en la boca. Me hablaba de querer sentirlo todo deslizándose en su garganta, de cómo lo que le pasaba con los otros, los momentos que se inventaban en una improvisación sin tregua, eran su alimento. Pero ahora ella permanece aquí, conmigo. Hace ya muchos sueños y despertares que la sigo viendo rondando silenciosa los cuartos. Desde entonces me mira e imita mis formas. Yo imito su manera de mirarse y, sin quererlo, me he llenado de toda esa barahúnda que carga en su torso y en su cráneo. La veo lamiéndose como si estuviera llena de heridas, la veo queriendo que su lengua le abra paso a la humana que ella solía ser cuando aún podía salir.

Todo esto lo empecé a saber cuando recibí los corrientazos de su pensamiento. Me empezaron a estremecer los nervios, a sacudir los tendones, a erizarme los pelos; mis miauuumiá, mis rrrrs, mis purrrs, mis arraruuuú fueron perdiendo su fuerza. Los nuevos huéspedes los dispersaban para ir ocupando todo el espacio dentro de mis cavidades. Se mezclaban con mis órganos, con todas mis células hasta formar esta sustancia densa de la que estoy llena y que interrumpe mi deseo de ser como los pájaros. Yo siento moverse en mí esas voces, a veces nítidas, otras veces borrosas, cadenas sonoras que gritan ideas y que me meten el mundo en los ojos como la humana lo mete en los suyos. O lo sacan como ella lo saca, así, como si todo lo que la rodea fuera su animal, uno más que ella se inventa y que va volviendo dócil. Sé que ella también es un animal de caza, aunque a veces ambas parezcamos tan domesticadas. Como yo, ella necesita salir a desgarrar lo vivo para alimentarse. Pero algo la mantiene aquí, algo quizá parecido a lo que me tiene a mí encerrada y quieta, algo que amenaza con hincharla toda de una presencia enemiga. Me dijo –Papaya, si los humanos salen se quedan sin aire, esferas invisibles se les meten en el cuerpo para alimentarse de ellos hasta que ya no pueden respirar más. Yo me pregunto, por qué teme tanto, si yo soy la que está llena de su miedo, soy yo la que ahora no puedo ser lo que soy, atiborrada de interferencias, paralizada por estas voces que me enferman y que vienen de ella. A mí me gustaría perder ese aliento humano, que más que un “soplo de vida”, como ella lo llama a veces, es un veneno denso que le hace a una olvidar por qué fue que vino. Ese olvido me arrrrrastra de vuelta a lo que me hacía sentirla a ella como una extensión de mímeuy, algo que se movía entre las cosas que me llamaban para que yo pusierrrra mi atención en ellas.

Cosmetic Vessel in the Shape of a Cat,  ca. 1990–1900 B.C., Egypt

Continuidad del instante-ya, nada más. Eso era yo.

Hablo en pasado lo puedo hacer ahora por la enfermedad todo lo veo compacto en mí a la medida que crece en mí lamo en el instante ya lo que es y lo que fue trago sin parar todo lo que pasa se va formando como una sustancia pegajosa muerdo mis patas y se concentra en un solo punto en frente de mi nariz bolas de pelos y ¡buuum! ahora que la enfermedad se ha agudizado lo puedo hacer todo lo veo compacto se va formando todo lo que pasa una sustancia pegajosa estoy hablando en pasado a medida que crece en mi lomo.

Yo huelo el tiempo.

Me duele la cabeza.
A veces las palabras se mandesar entroad,
me hacen pedacitos, me gantra, gulp.

Para recordar eso que yo era, vuelvo a mis músculos: ellos me hablan de cómo pulsaba la grama contra mis patas mullidas, de cómo mi nariz se acercaba a millares de olores encendiendo el calor de túneles que me arrastraban a un lugar lejano: Egipto, los ratones, las mujeres bendiciendo el paso de mi sombra, las dunas replicando la magnanimidad de mi ánimo. Mis músculos saben cómo, en el momento en el que me dirigía a la ceremonia que me erguiría como una diosa frente al Nilo, cuando sería proclamada, ante una multitud de túnicas, la fuente de toda cura y bondad, mi humana, la del presente empobrecido por su torpeza, por su desconocimiento de la gloria que me esperaba al otro lado de los girasoles-umbral del jardín, empezó a jalonar mi torso para llevarme de vuelta a su casa. Fue una tensión odiosa que sacó mi carne de la promesa de la arena, de la visión de mis hermanas las esfinges, de la alegría de los pueblos por haber sido liberados gracias a mi espíritu cazador. La humana no me quería dejar ir el cuerpo, no quería dejarme moverlo a mi gusto. Siguió jalando. Mis músculos me retorcían en la tierra. Maullaron, chillaron por mí, querían librarme de ella de una buena vez. Lucharon en vano. Cuando por fin pudo cargarme, la miré con desprecio, mi estómago sintió bolas de fuego, las tripas ganas de rasguñar su cara, de morderle los ojos, de hacerle sangrar la lengua. Los dientes querían cortar este cordón horrendo con el que me mantenía lejos de los míos como una sierva inoculando mi grandeza con la bulla de su ser infecto.

Me han llamado Techau, ahora lo sé. La Felis chaus de Egipto, la myoeu milenaria, la felis silvestris cafra; la que le robó un pedazo de túnica a Mahoma siendo Muezza; la que se salvó de la hoguera de San Juan; la que guía a los espíritus al inframundo; la maldita, la quemada, la que acompañó a las mujeres en los trances de la luna; la que ha protegido a los humanos de las pestes; musiomuriomurilegus; kat, katze, katu. Eso soy. Vengo del myoue iridiscente, vengo de un pluridioma irrigado en mi cuerpo elástico que busca la libertad de los montes y desiertos. Pero mi humana se interpone. Ella no entiende nada. Me ofrece un juego que cree que remplaza los de la historia en los que he sido protagonista, la historia que me ha adorado, deificado, la que me ha maldecido y calcinado, la que ha intentado despellejar mi misterio, sin encontrar nada más que mi sombra. Es insuficiente el amparo de ese juego humilde que ella me ofrece. Sin embargo, reconozco que me re encuentro a través de él con la poética de mi ánimo cazador. Recibo esa frase como una transmisión de tiempos pasados y venideros en la fulgurancia del instante-ya en el que se junta y vibra todo lo que fue, lo que ha sido y lo que será. Eso es lo que comparto con la humana. Creamos un sistema en el que ella lanza al aire unas esferas. Son cuatro, están atadas a una cuerda que se adhiere a un palo que ella sacude. Yo las persigo como si se tratara de todos los planetas y las estrellas que me han visto quemar y renacer de las cabezas de mis enemigos, de todos los roedores que maté para salvar multitudes, de todas las aves que han conocido mi lengua. Las esferas se pierden bajo el sofá dejándome expectante y después vuelven a salir, contra mi nariz y ¡bum! se estrellan con los vidrios para deslizarse y caer muertas en el suelo, cuando ya no vale la pena cazarlas; después se agitan enloquecidas y me hacen pegar saltos de los que caigo dolorrrida ¡auuuuú! en la madera golpeándome contra el filo de una puerrrrta y ¡zas! las alcanzo, se alzan, se arrastran, nos hacen correr de nuevo. Así, juego con la humana, con ella invento el fuego, el de los trillones de explosiones por segundo que animan la esfera luminosa que nos sostienerrrrr… el que está en mismiaumiá ojos amarillos, esos que han asustado a tantas gentesrrrrr… El mismo fuego que ella mueve cuando escriberrrrr (o eso creeé) y que yo propago en mi movimiento y mi quiemieyutuuuud…

Recuerdo que solíamos entrar en conversaciones larguísimas de maullidos y brincos que las dos entendíamos. Ella corría vestida de una de sus pieles, la más suave, la que se ve siempre del mismo color, para mí cenizo, pero para ella, más bien rosa. Después de correr vestida con esa piel sin pelos, ella se sentaba a sacar de su boca algo que llamaba “poema”. Po-e-ma. Es parte de mi alimento, me dice. Una vez me contó que todos los poemas le sabían distinto cada vez que los probaba –Me los meto a los ojos y me entran por la boca y la lengua, le dan golpecitos en mis dientes y me hacen sentir en la tráquea una corriente de fuego. Es el fuego de la escritura, entre animales que escriben, nos entendemos. Aunque sea el mismo poema, muta, cambia, como tus pájaros que suenan afuera: no puedes cazarlos y nunca son el mismo, se multiplican, aunque sí, son un sólo pájaro, el que te habla, el que conoces. ¿Me entiendes? Un poema es como tú, Papaya, ubicuo, todo el tiempo en cada parte de la casa, reinventándose el suelo, lo que me sostiene, lo que parece una sola cosa, pero resulta ser otra, un cúmulo de pluriversos paralelos –Entonces dijo:

Cat, John Astbury, 1745, Staffordshire

La acción

1.  Claro que te llamo cuando creo que me dejas
2. En los pasadizos ocultos entre vida y muerte
3. No quiero fingir que estoy muerto. Tengo miedo
4. Acepto mi impotencia porque la niego
5. Canto. Cualquier cosa
6. Sobrevivimos solo porque tenemos palabras.

Lo que ella tiene adentro es un maullido largo, profundo, un maullido que contiene todo lo que ha sido, es y será. Pero a la pobre solo le sale eso que se llama “palabras”, el virus que me habita, a pesar mío. Todo parece indicar que ella busca aprender más de ellas, acumularlas, elaborar su lenguaje, enfermarse más para pulir su comprensión de lo que es estar acá, porque así podrá acerarse más a ese maullido feroz que lleva dentrrrro. Es un camino equivocado, se lo he dicho muchas veces, pero ella insiste en que no entiende. Es ignorante. Cuando trato de hablarle en mi lengua, esa que todavía sale de mi booocauuú aunque en mi cráneo me hable a mí misma como ella se habla, le digo que esta podría ser la cura para ambas. Ella baja la cabeza, se ausenta, no escucha, es como si le fueran a quitar el único rrrrespiro que le queda. Pero, a pesar de ella misma, ha cedido, ha empezado a parecerse más a míeoy que yo a mí misma. Nuestro idioma es el del contagio. Yo ya me veo en ella mi animal me entrega lo que la hacía ser humana me voy haciendo un cascarón envuelve maullido sollozo apenas grrrito de gozo ¡ahhhyyyy! yo no acaba nuuúnca nos vamos extinguiendo vaaaámos convirtiéndonos en algo que ya no le imporrrta a nadie nos. Ni siquiera a los pájarrros. Yo ya me veo en ella, mi animal.

 La veo cada vez mas callada. La presencia de una sustancia primordial que la mantenía viva, que le ayudaba a mantenerse erguida en dos patas, empieza a diluirse. Ella ya empieza a olvidar eso que la mantenían contenida en la forma humana, esa forma monstruosa, extraña que, sin embargo, me daba calor, mimos y ruidos que mantenían mi sangre arrrrullada. Yo la he visto arrastrarse en el suelo y buscarme por los rincones, imitar la manera como yo acechchcho a las hormigas para comeeérmelas, arquear la columna y restregar el hocico, el lomo, el torso, la cola imaginarrria contra los muebles. La cola hace parte vital de míoeu, es la elongación que me hace infinita, es mi antena, la extensión de mis ojos de fuego. Ailouros bastet. El problema terrible que ella tiene es que no tiene cola, perdió la coooóla y sin cooóla no hay muuúndo. Pero estoy armando ideas otra vez, sin control, son volutas encendiéndose en mi cabeza, apenas rrresiduos de lo que pienso

¿Que cómo me contagie de ella? Así fue como pasó: empecé a lamerla, viéndola tan callada y tan quieta. Partículas vacías que le corrían por los túneles del cuerrrpo, y que se multiplicaron y agrrrruparon le empezaron a salir por la pieeél. Al no encontrar más que un huésped silencioso que no les ofrrrecía nada de lo que necesitaban para sobrevivir (sentidos, más nombres, la presencia de otras voces) empezaron a emergerrr. Al lamerla me las metí en el cuerpo. Sabían a tierra quemada, a mi propia saliva, pero ácida, se sentían como hormigas en mi cuerpo ¡crack! corrientazos apoderándose de arterias y cavidades ¡tric! ¡tris! ¡zas!  indigestión detrás los ojos y cráneo repleto ¡buuuum! ¡bang! ¡buuuum! estallido molecular se revienta ¡chaz! ¡pum! ¡paf! moeurrrr, meoyurrrrr, yomeu, tuyomerrrr, techaute, yotúte, techau. Todo esto es lo que llega a mí rr rr rr. Desde ese momento me he ido deshaciendo en letrassss, me vuelvo pedacitos en todo esto que me ha ido parrralizando el cuerrrpo. A veces creo que salto, creo que huelo y cazzzzo, pero después descubrrro que son solo palabrarrrrrrsssss, myoeu.

La humana ha traído un pájaro. Creo que es el mismo que yo conozco, el único del jardín. Lo pone en el piso, me mira, mira a la presa y con suma rapidez empieza a olerla, a lamerla, a morderla. Veo cómo le arranca las plumas y se le quedan entre los dientes; veo los labios tocar la columna vertebral y la lengua empujarla contra el suelo; veo salir de su torso colores antes desconocidos para mí, rojo y negro, se le estalla la piel por dentro; ella escupe, se relame, goza del festín alado; veo cuando muerde su corazón y no puedo pensar más. Me arrojo sobre la presa para desgarrar su carrrrrne. Es un momento myoeulagroso, un portentochchch. Ella empieza a hablar en mi lengua, a las dos nos hermana el maullis myoeu, el miau cavernario, el hambrrrre. Nuestras lenguas se tocan bocas llenas de babaza comen regurgitan al tiempo deshacen en bolo ácido el ave masticable colmillos dientecitos cruje este pedazo de hueso ¡cronsh!, ¡crash! el pico se raja el ojo revienta ¡plop! negro líquido el vítreo sabor en la garganta moja la lengua y resbala ñam-ñam-ñam blanca la cabeza el cráneo contra el suelo ¡paf! abre murrrmurrrante transmitiendo miaudo el placerrr le sale estertorrrrrr ella dice algo viene del barrrro de su mundo de babas traga lo más hondo cavidades huuúmanas yo quieeeeta mirororo acurrrruco y se arrrrastrastrastr, deja atrrrás los sol solo peeedazos de plplplumas amariiiiillas las chasman de la sangregregrerrr se van seca saca a su pasorrrrr.

Cat, Kangxi period (1662–1722), China

Juliana Torres Forero es literata de la Universidad de los Andes, nacida en Bogotá, Colombia. Escribe poesía y narrativa. Ha colaborado con diversas revistas culturales, virtuales e impresas, como Caligrama, Los bárbaros y Viceversa. Fue escritora residente del Programa de Residencias artísticas del CONACULTA, con quienes publicó Caminos del cielo. Fue finalista del concurso del IBRACO en homenaje a Clarice Lispector y cursó la Maestría en escrituras creativa en español de NYU. Actualmente cursa su tercer año de doctorado en Literatura en el Departamento de Lenguas Romances de la Universidad de Cornell, donde también trabaja como docente. Vive en Ítaca, New York.

“La acción” es un poema escrito por Inger Christensen, hace parte de la colección Conexidades.