Las esposas
Lucía Berlin
Traducido por Juan Manuel Espinosa Restrepo
Siempre que Laura pensaba en Decca se la imaginaba en un escenario. La había conocido cuando aún estaba casada con Max, antes de que Laura se casara con él. Pasó en la casa de High Street, en Albuquerque. Beau la había llevado. A través de la puerta abierta hacia la cocina llena de ollas sucias, platos y gatos, frascos abiertos, pegotes de caramelo, botellas sin tapa, cajas de comida china, hasta la habitación, donde se tropezó con montañas de ropa, zapatos, pilas de revistas y periódicos, mallas para secar suéteres, llantas. En el centro del escenario, a media luz, había una ventana salidera con cortinas raídas y azafranadas por la nicotina. Decca y Max se sentaban en sillas de cuero, de cara a un televisor diminuto encima de un taburete. En el centro de la mesa había un cenicero enorme, lleno de colillas, una revista con un cuchillo y una pila de marihuana, una botella de ron y el vaso de Decca. Max usaba una bata de baño de velour negro, Decca, un kimono de seda rojo, y el pelo oscuro largo y suelto. Eran despampanantes. Despampanantes. Su presencia te impactaba físicamente, como un golpe.
Decca no hablaba, pero Max sí. Sus ojos oscuros de pestañas espesas y párpados pesados de drogadicto miraban el fondo de los de Laura. «Hola, Beau, ¿qué pasa?», carraspeo. Laura no recordaba nada después de eso. Tal vez Beau le pidió el auto prestado o algo de dinero. Él se estaba quedando con ellos, de camino a Nueva York. Era un saxofonista que había conocido por casualidad, paseando a su bebé por Elm Street.
Decca. ¿Por qué será que las mujeres de la aristocracia británica y las de la clase alta norteamericana siempre tienen nombres como Pookie o Muffin? ¿Se habrán quedado con los nombres que les pusieron sus nanas? Hay una periodista en NBC que se llama Cokie. No hay manera de que Cokie provenga de una sencilla familia de Ohio. Viene de una adinerada, antigua y distinguida familia. ¿Filadelfia? ¿Virginia? El apellido de Decca era B—, de lo mejor de Boston. Fue debutante, estudió en Wellesley, le quitaron parte de su herencia cuando se fugó con Max, que era judío. Años después a Laura también la desheredaron, cuando le tocó su turno de escaparse con Max, pero su familia desistió cuando se dio cuenta de lo rico que era.
Decca llamó alrededor de las once esa noche. Los hijos de Laura estaban dormidos. Les dejó una nota diciendo que volvería pronto y el teléfono de Decca en caso de que alguno se despertara.
La razón por la que la casa en Albuquerque siempre parece un escenario, se dijo, es porque Decca nunca cierra las puertas con llave y nunca se levanta cuando timbran o golpean. Así que entras y estás in situ, a la derecha del escenario, a media luz. En algún momento, antes de sentarse a beber, Decca había prendido piñones, velas en nichos y lámparas de queroseno cuyas luces suaves iluminan su pelo sedoso que cae en cascadas. Lleva un kimono verde primorosamente bordado sobre un cuerpo todavía encantador. Solo de cerca te das cuenta que tiene más de cuarenta, que el alcohol le ha hinchado la piel y enrojecido los ojos.
Es una gran habitación en una vieja casa de adobe. El fuego de la chimenea se refleja en las baldosas rojas. En las paredes blancas hay cuadros de Howard Schleeter, un Diebenkorn, un Franz Kline, algunas tallas antiguas de santos. Hay ropa interior colgada de un móvil de Calder de verdad. Si te fijaras verías cerámicas Santo Domingo y Acoma. Bajo pilas de ejemplares de The Nation, The New Republic, I.F. Stone Newsletter, New York Times, Le Monde, Art News, Mad Magazines, cajas de pizza, recipientes de comida a domicilio hay alfombras navajo antiguas. En la cama cubierta de mink hay pilas de ropa, juguetes, pañales, gatos.
Alrededor de la habitación hay garrafas vacías de Bacardí forradas con paja, que giran, a veces, cuando los gatos las manotean. Hay una fila de garrafas llenas junto a la silla de Decca, otra junto a la cama.
Decca era la única mujer alcohólica que Laura conocía que no escondía el licor. Laura aún no admitía que bebía, pero escondía las botellas. Para que sus hijos no las vaciaran, para que ella no tuviera que verlos hacerlo, para no mirarlos a la cara.
Si Decca siempre está como en un escenario, sentada en aquel gran sillón, y con el pelo iluminado, Laura es particularmente buena con las entradas. Está de pie, elegante y casual en la puerta, con un abrigo de gamuza italiana hasta el piso, de perfil mientras observa la habitación. Está en los treinta, su belleza es engañosamente fresca y juvenil.
—¿Qué carajos haces aquí? —dice Decca.
—Me llamaste. Tres veces, de hecho. Ven rápido, me dijiste.
—¿Eso hice? —Decca sirve más ron. Busca alrededor de la silla y encuentra otro vaso, lo limpia con el kimono.
—¿Te llamé? —le sirve un trago grande a Laura, que se sienta en la silla al otro lado de la mesa. Laura enciende un Delicado de los de Decca, tose y bebe un trago.
—Sabía que eras tú, Decca. Nadie más me llama «culo de pera» ni «tonta culona».
—Pues entonces fui yo —se ríe Decca.
—Me dijiste que viniera de inmediato. Que era urgente.
—¿Entonces por qué tanta demora? Dios, hace rato que ando con la cinta borrada. ¿Sigues bebiendo? Bueno, sí, es obvio.
Sirve más ron para ambas. Cada una bebe. Decca se ríe.
—Al final aprendiste a beber. Recuerdo cuando se casaron. Te ofrecí un martini y me dijiste, «No, gracias. El alcohol me marea.»
—Todavía me pasa.
—Curioso que sus dos mujeres hayan terminado siendo borrachas.
—Más curioso todavía es que no hayamos terminado siendo drogadictas.
—Yo sí —dice Decca—, durante seis meses. Empecé a beber para dejar la heroína.
—¿Usarla te acercó a él?
—No. Pero hizo que no me importara —Decca estira la mano hacia un
equipo de sonido lleno de botones, cambia la cinta de Coltrane por la de Miles Davis. Kind of Blue.
—De modo que nuestro Max está en la cárcel. Max no va aguantar la cárcel en México.
—Yo sé. Le gusta que las fundas de la almohada estén bien planchadas.
—Dios mío, qué hueca eres. ¿Es lo único que se te ocurre?
—Quiero decir, si él es así para las fundas de las almohadas, imagínate lo difícil que será lo demás. Venía para contarte que Art se encargó de todo. Está enviando dinero para sacarlo.
Decca gime.
—Dios, ya me acorde. ¿A que no adivinas cómo está llegando el dinero allá? ¡Con Camille! Beau iba con ella en un avión a Ciudad de México. Me llamó del aeropuerto. Por eso te llamé. ¡Max se va a casar con Camille!
—Ay Dios.
Decca sirve dos tragos más de ron.
—¿Ay Dios? Eres tan señorita que me enfermas. Seguro les enviarás vasos de cristal. Estás fumándote dos cigarrillos.
—Tú nos enviaste vasos de Baccarat.
—¿En serio? Debió ser una broma. Bueno, Camille le dijo a Max que se iban a Acapulco de luna de miel. Tal y como lo hicieron ustedes.
—¿Acapulco? —Laura se pone de pie, se quita el abrigo y lo lanza en la cama.
Dos gatos saltan. Laura lleva puesta una pijama de seda negra y pantuflas. Se mece de un lado al otro, o porque está emocionada o por tanto ron. Se sienta.
—¿Acapulco? —dice con tristeza.
—Sabía que te iba a molestar. Seguro irán a la misma suite en El Mirador. El aroma de los buganviles y la flor de Jamaica colándose a la habitación.
—Esas flores no huelen. Los nardos sí olerían—Laura se sostiene la cabeza, pensando.
—Franjas. Franjas de sol a través de las persianas de madera.
Decca se ríe, abre una nueva garrafa de ron y sirve.
—No, El Mirador es muy callado y antiguo para Camille. La llevará a un estúpido motel en la playa con un bar dentro de la piscina, taburetes bajo el agua, sombrillas en el cóctel de coco. Conducirán por Acapulco en un jeep rosado con flecos. Admítelo, Laura. Esto te cabrea. Una oficinista tonta. ¡Una zorrita chabacana!
—Tampoco, Decca. No está tan mal. Es joven. Tiene la misma edad que teníamos cuando nos casamos con él. No es tan idiota.
«Esta tonta es genuinamente amable», pensó Decca. «Seguro lo trató con amabilidad.»
—Camille es una idiota. Dios, pero tú también lo eras. Yo sabía que lo amabas, eso sí, y que le darías hijos. Son hermosos, Laura.
—¿Verdad que sí?
«Soy una idiota», pensó Laura. «Y Decca es brillante. Le debe hacer mucha falta.»
—Quería tanto tener un bebé —dice Decca —. Lo intentamos durante años. Años. ¡Y cómo peleamos! yo estaba obsesionada y cada uno culpaba al otro. Podría haber matado a Rita la ginecóloga cuando tuvo el hijo con él.
—¿Sabías que investigó por toda la ciudad y lo escogió. No quería un amante, solo un bebé. Safo. ¿Qué nombre, no?
—Raro. Más raro aún es que años después de que nos divorciáramos, ya de cuarenta años, quedé embarazada. Una noche, una maldita noche, no, diez minutos de emoción, en un San Blas infestado de mosquitos, me tiré a un plomero australiano. Bingo.
—¿Por eso lo llamaste Melbourne? Pobre niño. ¿Por qué no Perth? Perth es bonito —tambaleándose, Laura se levanta y va a buscar al niño. Sonríe y lo cubre.
—Está tan grande. Pelirrojo hermoso. ¿Cómo va?
—Es increíble. Es un muchachito absolutamente increíble. Está empezando a hablar.
Decca se pone de pie, se bambolea un poco mientras atraviesa la habitación para mirar al niño y luego se dirige al baño. Laura se termina su trago y se levanta para irse a casa.
—Me voy —le dice a Decca.
—Siéntate. Tómate otro.
—Sirve. Beben de unas tazas de té ridículamente pequeñas, considerando la cantidad de veces que las han rellenado.
—Creo que no entiendes la seriedad de la situación. Yo tengo la vida resuelta. Hice un muy buen arreglo en el divorcio, y tengo dinero propio. ¿Qué hay de la herencia de tus hijos? Esta mujer lo dejará en la calle. Fuiste una imbécil al rechazar la manutención. Una completa imbécil.
—Sí, creí que podía sostenernos. Nunca había tenido un trabajo. Su vicio costaba ochocientos dólares diarios y siempre estaba chocando el auto. Así que me quedé con el dinero para la universidad de los niños. ¿Quieres saber la verdad? Creí que no duraría mucho más tiempo.
Decca se ríe y se da una palmada en la rodilla. —¡Sabía que creías eso! La otra fulana tampoco quiso manutención. El viejo Trebb, el abogado, me llamó después de que se legalizó tu divorcio. Quería saber por qué le había sacado pólizas de seguro tan escandalosas a sus tres mujeres.
Decca suspira, enciende un porro enorme que reposaba en la mesa. Chisporrotea y restalla; tres brasas diminutas abren agujeros en el hermoso kimono. Una justo en la mitad de una mancha de ron con la forma de Italia. Las apaga mientras tose, y le pasa el cigarrillo a Laura. Cuando Laura inhala también crea una pequeña lluvia de chispas que quema su blusa de seda.
—Él por lo menos me enseñó a quitarle las semillas a la marihuana —dice, hablando raro a través del humo.
—Bueno —continúa Decca—, saldrá sobrio. Vivo y sano en Acapulco. Le di los mejores años de mi vida y ahora mira. Vivo y sano en Acapulco con una mesera de cafetería.
—Decca ya está arrastrando las palabras y moquea al llorar.
—¡Los mejores años de mi vida!
—Por Dios, Decca, ¡yo le di los peores años de mi vida!
A las dos mujeres esto les parece muy gracioso, se dan palmadas una a la otra, se abrazan la cintura, patean los pies contra el piso de la risa. Laura comienza a beberse un trago pero se lo riega en la pijama.
—En serio, Decca—dice Laura—. Esto puede ser muy bueno. Espero que sean felices. Él le puede mostrar el mundo. Ella lo adorará, dejará todo por él.
—Más bien lo dejará seco. ¡Es una fulana! Una mesera chabacana.
—No tanto. Yo diría que tiene el tipo de vendedora de Clinique. ¿Sabes que una vez fue miss Redondo Beach?
—Qué estilo tienes nena. Una perra elegante y sutil. Te mostrarás encantada con la parejita nupcial. Incluso le lanzaras arroz. Ahora dime, ¿cómo se siente de verdad? ¿Pensar en ellos dos en Acapulco? Imagínatelo ahora. El atardecer. El sol un punto verde que desaparece. Tocan Cuando calienta el sol. Un saxofón palpitante, muchas maracas. No, mejor suena Piel canela, siguen metidos en la cama. Ella duerme, cansada de tanto sol y esquí. Sexo sudoroso y jadeante. Él justo detrás de ella. Roza su nuca con sus labios, se acerca, muerde su oreja, respira.
Laura riega en la blusa un poco del ron que acababa de servirse.
—¿Él te hacía eso? —Decca le pasa una toalla para que se seque.
—Mi querida culona, ¿crees que tienes el único lóbulo del mundo? —sonríe, disfrutándolo.—Luego te acariciaría un seno con la palma de la mano, ¿verdad? Gemirías y te darías vuelta. Luego tomaría tu cabeza…
—¡Para ya!
Ambas están deprimidas. Fuman y beben con el sumo cuidado y la lentitud de los muy borrachos. Los gatos se les acercan, serpenteando, pero al agitar sus pies, las mujeres los asustan sin darse cuenta.
—Al menos no hubo nadie antes que yo —dice Decca.
—Elinor. Él sigue llamándola. En la mitad de la noche. Llora bastante.
—Ella no cuenta. Fue estudiante suya en Brandeis. Un fin de semana intenso y lluvioso en Truro. La familia llamó al decano. Fin del romance y de la carrera académica.
—¿Sarah?
—¿Quieres decir Sarah? ¿Su hermana Sarah? No eres tan tonta, nena. Sarah es nuestra rival más peligrosa. Nunca lo había dicho en voz alta. ¿Crees que alguna vez hayan hecho el amor?
—No, por supuesto que no. Pero son muy unidos. Ferozmente unidos. No creo que haya alguien que lo adore más que ella.
—Le tenía celos. Dios, ¡cómo le tenía celos!
—¡Escucha Decca! Espera un minuto. Tengo que orinar—Laura se pone de pie, tambalea, vacila por la habitación hasta el baño. Decca escucha la caída, el golpe en la cabeza contra la cerámica.
—¿Estás bien?
—Sí. —Laura vuelve gateando hasta la silla.
—La vida está llena de peligros, —se ríe. Tiene un gran bulto azul en la frente.
—Escúchame, Decca. No hay nada de qué preocuparse. Nunca se casará con Camille. Tal vez le dijo eso para que fuera. Pero nunca lo hará. Te apuesto un billón de dólares. ¿Y sabes por qué?
—Sí, ya sé. ¡La hermana Sarah! Ella nunca lo permitirá—Decca se había agarrado el pelo con un elástico en lo alto de la cabeza, y parecía una palmera torcida. El moño de Laura se había aflojado, una buena parte de su pelo caía a un lado. Están sentadas, sonriendo como tontas, con la ropa mojada y quemada.
—Es cierto. Sarah nos quiere mucho a ti y a mí. ¿Sabes por qué?
—¿Porque somos bien educadas?
—Porque somos damas distinguidas—brindan con un nuevo trago, riéndose a carcajadas, pateando el piso.
—Es verdad —dice Decca— aunque en estos momentos no estemos en las mejores condiciones. Así que dime, ¿le tenías celos a Sarah?
—No —dice Laura—. Nunca he tenido un verdadera familia. Ella me ayudó a sentirme parte de la suya. Aún lo hace, y ama a los niños. No, le tenía celos a sus vendedores. Juni, Beto, Willy, Nacho.
—Sí, esos vándalos hermosos.
—Siempre nos encontraban. Año y medio sobrios. Beto nos encontró en Chiapas, al pie de la iglesia en la colina. San Cristóbal. Gotas de lluvia en sus gafas de sol.
—¿Conociste a Frankie?
—Conocí a Frankie. El peor de todos.
—Vi a su perro morir, una vez cuando lo arrestaron. Hasta a su poodle miniatura le daba heroína.
—Una vez acuchillé a un contacto, en Yelapa. La verdad, no le hice daño. Pero sentí cómo entraba el cuchillo, lo vi sangrar.
Decca ya está llorando. Sollozos tristes, como los de un niño. Pone Charlie Parker con cuerdas. April in Paris.
—Max y yo estábamos en París en abril. Llovía todo el maldito día. Tuvimos mucha suerte, Laura, y las drogas lo estropearon todo. Quiero decir, durante un tiempo tuve todo lo que una mujer podría querer. Bueno, lo conocí en sus años de oro. Italia y Francia y España. Mallorca. Todo lo que él hacía lo convertía en oro. Podía escribir, tocar el saxofón, torear, conducir autos —sirve más ron para ella y para Laura.
Laura no puede hablar casi. —Lo conocí cuando, cuando era…
—Casi dices feliz, ¿verdad? Él nunca fue feliz.
—Sí lo fue. Lo fuimos. Nadie nunca fue tan feliz como nosotros.
Decca suspira. —Puede que sea verdad. Lo pensé al verlos juntos. Pero para él no fue suficiente.
—Una vez estábamos en Harlem. Max se fue al baño con un amigo músico para inyectarse. La mujer del músico me miró desde el otro lado de la mesa de la cocina y me dijo: «Ahí van nuestros hombres, a su cita con la mujer del lago.» Tal vez estábamos equivocadas, Decca. Arrogancia o lo que sea, aquello de querer ser todo para él. Tal vez esta muchacha, ¿cómo es que se llama? Tal vez ella se limite a estar ahí.
Decca había estado hablando para sí. En voz alta dijo: —Nadie nunca, pero nunca, podrá ser tanto para mí. ¿Has conocido alguna vez a un hombre que le de la talla? ¿Que esté al nivel de su mente? ¿De su humor?
—No. Y ninguno de ellos es tan cariñoso y dulce, como cuando llora con la música, o besa a sus niños dándoles las buenas noches.
Ambas mujeres están llorando ahora, sonándose.
—Me siento tan sola. Intento conocer hombres —dice Laura. —Hasta me inscribí a la ACLU.
—¿Hiciste qué?
—Inclusive fui al Sundowner a la hora feliz. Pero todos los hombres me desesperaban.
—Eso es. Después de Max, otros hombres desentonan. Dicen «¿sabes?» demasiadas veces o repiten las mismas historias, se ríen muy duro. Max nunca era aburrido, Max nunca desentonaba.
—Salí con un pediatra. Un tipo dulce que usa corbatín y eleva cometas. El hombre perfecto. Le encantan los niños, saludable, guapo, rico. Trota, bebe vino rosado que enfría en baldes de hielo —las mujeres miran al techo—. Tenía todo listo. Los niños dormidos. Vestida de raso blanco. Estamos en la mesa en la terraza. Velas. Bossa Nova de Stan Getz y Astrud Gilberto. Langosta. Estrellas. Y entonces llega Max, estaciona su Lamborghini en el jardín. Lleva un vestido blanco. Nos saluda con la mano, entra a ver a los niños, dice algo estúpido como que ama mirarlos cuando duermen. Perdí el control. Tiré el balde al suelo, tiré los platos de langosta, pum, pum, platos de ensalada, pum. Le dije al tipo que se largara.
—Y lo hizo, ¿verdad?
—Sí.
—¿Ves? Max nunca se habría ido. Habría dicho algo como «querida, necesitas un poco de amor», o habría comenzado a tirar platos hasta que ambos nos riéramos.
—De hecho así lo hizo, al salir. Rompió algunos vasos y un florero con fresias, pero rescató la langosta y nos la comimos. Arenosa. Solo sonrió y dijo: «El pediatra no es precisamente una mejora.»
—Nunca ha habido un hombre como él. Nunca se tiró un pedo, ni eructó.
—Sí lo hacía, Decca. Mucho.
—Bueno, eso nunca me desesperó. Solo viniste a molestarme. ¡Vete ya!
—La última vez que me dijiste que me fuera a mi casa estabas en mi casa.
—¿En serio? Dios, me voy a mi casa.
Laura se levanta para irse. Da tumbos hacia la cama para recoger su abrigo, se detiene, orientándose. Decca se acerca por detrás, la abraza, le toca la nuca con los labios. Laura retiene la respiración, no se mueve. Sonny Rollins está tocando In Your Own Sweet Way. Decca se inclina, le besa la oreja.
—Luego toca tu pezón con la palma de su mano.
Le hace esto a Laura.
—Luego te das vuelta y él toma su cabeza con sus manos y te besa en la boca.
—Pero Laura no se mueve.
—Acuéstate, Laura.
Laura se tambalea, se desliza en el mink de la cama. Decca apaga la linterna con un soplo y también se recuesta. Pero las mujeres están de espaldas. Cada una esperando a que la otra la toque como lo hacía Max. Hay un largo silencio. Laura solloza, suavemente, pero Decca se carcajea, le da una palmada a Laura en la nalga.
—Buenas noches, tonta culona.
Decca se duerme al poco tiempo. Laura parte en silencio, llega a casa y se ducha, se viste antes de que los niños se despierten.
Lucia Berlín fue un escritora de cuentos norteamericana. Nació en Alaska en 1936 y murió, a los 68 años, en California.
Juan Manuel Espinosa Restrepo es un traductor Colombiano.
“Las esposas” hace parte de la recientemente publicada compilación de cuentos de Berlin, Una noche en el paraíso. La edición en español es de Alfaguara, en traducción de Eugenia Vázquez Nacario. Encuéntrala aquí.
La traducción publicada en está página está hecha ex-profeso para Mitos Magazín.