MITOS MAGAZíN

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Es sin querer queriendo

Margarita Posada J.

“Esta piel que yo estrecho

como mi propio nombre

tiene el sabor lejano

de las cosas sabidas”.

Beatriz Zuluaga

¿Qué es ser infiel? ¿Cuántas vertientes y ramificaciones puede tener esa palabra que, al final, es una sola? Del latín fidere (confiar, fiarse de, entregarse con total seguridad), nuestra idea de la fidelidad está viciada por la creencia de que somos seres monógamos, pragmatismo de la religión y del hombre, que basó su prosperidad, subsistencia y estabilidad económica en el matrimonio y, por ende, en el núcleo familiar. A lo mejor es esta construcción social, base y pilar de todo un sistema, la que en realidad nos ha obligado a ser infieles a nuestra naturaleza.

Se dice que los hombres son más infieles que las mujeres. Aunque me parecía otra afirmación machista y patriarcal, tiene todo el sentido que una hembra necesite retener a su macho largamente y que su apego a él sea mucho más largo por cuestiones meramente biológicas. Ella debe asegurarse de tener un proveedor para sus crías, por lo menos cinco o seis años o hasta que los cachorros alcancen una edad en que se puedan valer por sí mismos. Si el macho tiene que proveer a los cachorros de otra, es muy probable que le toque repartir y eso pone en peligro la subsistencia de los suyos. Con esto quiero decir que a lo mejor la hembra no es menos infiel, pero sí le interesa más que le sean fiel, que son dos cosas distintas.

Por su parte, a él lo mueve algo mucho más puntual: preñar y asegurarse de que el que preñó fue él y no otro; como quien dice, meterle el gol a la hembra, misión que solo implica estar apegado a ella e interesarse por su fidelidad durante el mes en el que su ciclo, tarde o temprano, llega a los días de fertilidad. Con que le sea fiel el tiempo necesario para multiplicar la especie, a él le basta. Tiene mucho sentido y explica quizás por qué, a las mujeres nos complica más el ser infieles. ¿Supongo entonces que de pensamiento y palabra somos igualmente susceptibles de querer con otro, pero la naturaleza nos hace pensarlo dos veces y frenarnos de obra en aras de garantizar que nuestros cachorros no se queden sin proveedor? A lo mejor estamos hechas para ser infieles como el personaje de Nicole Kidman en la cinta magistral de Kubric, Eyes Wide Shut: fantaseando, deseando, pero no necesariamente llevando a cabo dichas fantasías.

En todo caso, con huevos o con ovarios, la carne no es débil. La carne es voluntariosa y su fuerza es insospechada. Por ella corren ríos caudalosos de razones que ni la razón, ni el corazón entienden. La carne es la mamá del egoísmo, del hedonismo y de muchos otros ismos satanizados por nuestra cultura. Quizás elaborando una taxonomía de las infidelidades logremos entender qué es lo que nos rompe el corazón cuando somos los cornudos y no los pone cuernos. Es sabido que en lugares como la costa caribe colombiana, la infidelidad es pan de cada día, por ejemplo. Esposas y queridas conviven con gracia y descaro como lo narró en su Diatriba de amor contra un hombre sentado el señor García Márquez. ¿Qué será menos doloroso: ¿saber o no saber? Me pregunto si no es sano e incluso provechoso que todas las parejas estables se echen una canita al aire muy de vez en cuándo, si dicha práctica no nos pone en el borde del abismo, si se siente menos cuando la infidelidad se perpetúa con alguien desconocido a quien no se vuelve a ver, si se siente más por el solo hecho de que otros lo sepan y nos estén viendo la cara, si se siente bien cuando somos infieles de vuelta, si se siente mal cuando nos ponen una suerte de sucursal, si se siente mucho cuando nos confiesan que hay sentimientos de por medio, si se siente poco cuando sabemos que por nada del mundo nos van a dejar a pesar de todos los cachos que nos pongan, o si se deja de sentir de tanto estar buscando sentir y sentir.

Mucho me temo que la repetición hace bastante más grave la herida para el otro, mientras que si la infidelidad se mantiene como un solo instante de debilidad y se guarda o se calla, incluso alimentando secretamente la intimidad cotidiana, aquello que permanece oculto no es tan nocivo como cuando se prolonga en el tiempo y se le da más chance de evolucionar y de transgredir territorios sagrados que cultivamos con nuestra pareja y al que un tercero jamás es bienvenido. Si, por vicisitudes ajenas a nuestro control, lo velado se destapa, el epílogo, ya lo conocemos bien y lo canta con su voz poderosa Gilberto Santarrosa: “Es mucho más fácil pedirte perdón que haberte pedido permiso”.

Pero ¿por qué parece que la infidelidad es algo que nos pasa sin darnos cuenta y no algo que buscamos conscientemente? Es la piel, esa bestia de doble faz que nos cubre, por fuera tersa y por dentro visceral. Es ella, que cobra vida propia, respira, palpita, nos arropa y nos domina. Parece que fuera la que decide todo y nos somete, como si esos dos metros cuadrados de pellejo que pesan cinco kilos pudieran gobernar nuestras almas a su antojo. Pero no.

Bien lo dice Natalie Portman en Closer, otra de las piezas más maravillosas que sobre infidelidad he visto: “There´s always a moment.” Siempre hay un momento, un instante en el que se decide llevar a cabo la infidelidad (a todo lo demás yo lo denomino el preámbulo de la infidelidad y es ese terreno que vamos preparando sin darnos cuenta para sucumbir). Creemos que somos presa de nuestros instintos o de nuestros sentimientos, pero siempre hay ese instante en el que nuestra voluntad decide flaquear y consumar. Lo explicó mejor ese gran filósofo de nuestros tiempos en boca de su personaje más entrañable, un niño pobre y sin nombre: “Fue sin querer queriendo”. Es la frase perfecta para explicar qué nos pasa cuando nos pasa que somos infieles. Algo nos hace olvidar por completo qué estamos poniendo en riesgo a costa de unos pocos minutos de placer que nos llevan al cielo y al infierno en un abrir y cerrar de ojos. La piel, ese animal que nos cubre y nos encubre, hace que olvidemos los límites del cuerpo y confundamos las piernas de otro con las propias, hasta que ya no se sabe dónde termina un cuerpo y dónde comienza el otro. Pero mucho ojo, porque aunque pensemos que el velo de lo oculto nos protege, siempre hay alguien mirándonos: nuestra conciencia.

Margarita Posada es una periodista y escritora colombiana. Dentro de sus novelas están, De esta agua no beberé y Sin título, 1977.