MITOS MAGAZíN

View Original

Mejores versiones de lo mismo

Joaquín Trujillo Silva

Como en los cuatro evangelios, comenzamos con una genealogía—el de Mateo—para terminar con una ontología—el de Juan.

No existe en los mitos mesopotámicos indicios claros sobre Ariadna, la diosa de los tejidos, de los ovillos, las telas de araña, las sogas suicidas, los hilos dentales y los cordeles de cometa—en otras palabras, la diosa de las mujeres abandonadas. Se sabe, eso sí, de un árbol, una rama. De la rama pende una cuerda tensada por el peso de la mujer que se mantiene, aún muerta, a salvo de caer, a salvo de tocar la tierra, es decir, a salvo de volver al polvo.

Mucho después, cuando las estrellas comienzan a ser visibles a ojo desnudo, se sabe de dos Ariadnas griegas, a quienes se ha confundido en una única Ariadna superpuesta e incongruente. Una es mujer del dios Dioniso, la otra hija nacida de la unión entre el rey Minos y la reina Perséfone. De esta segunda Ariadna ciertamente se sabe mucho más. El mismo Borges la hizo testigo de unas misteriosas palabras atribuidas a Teseo, quien, recién emergido del laberinto de Creta, le habría dicho: «¿Lo creerás, Ariadna? El minotauro apenas se defendió».

Ariadna le entregaba un ovillo—también se dice que una corona de antorchas—a un joven ateniense que vio desembarcar en la playa de Creta, la gran isla de la que ella era princesa. Teseo, a falta de un mapa que clarificara las criptas donde mugía la feroz bestia, se hizo de un recuerdo de su trayecto, un camino, esto es, un pasado cierto, lo que quizás pudo armarlo de suficiente valor para no desesperar mientras se internaba en la incertidumbre. Con todo, tuvo que desenredar un ovillo, deshacerse del ovillo, pero conservando siempre todo el hilo.

Se sabe que con posterioridad esta Ariadna fue abandonada por Teseo en la isla de Naxos, lugar en donde según Homero (la isla de Día, que quizás era Naxos) murió desesperada, cazada por Artemisa. Sin embargo, según Hesíodo, la historia es otra: Ariadna fue visitada por el dios Dioniso, que la rescató de la isla deshabitada: «Y Dionisos el de cabello de oro se casó con la rubia Ariadna, hija de Minos, y la desposó en la flor de la juventud, y el Cronión la puso al abrigo de la vejez y la hizo inmortal».

Fue esta más amable versión de Hesíodo la que, una veintena de siglos más tarde, siguió Hugo von Hofmannsthal en su versión vienesa de Le Bourgeois gentilhomme,de Molière, sobre la que Richard Strauss compuso su ópera Ariadna auf Naxos.

Si a Ariadna la épica homérica la dio por muerta, fue la historia la que la hizo sobrevivir. Se trata de uno de los “mitos” más comentados y reelaborados por distintos géneros literarios, los que acabaron transmutando el original, al punto que hubo quienes se la tomaron tan en serio la mutación como para hacerla sobrevivir, primero como mero relato y luego como escritura.

Hay versiones disímiles, también mejores, para el caso de otras mujeres míticas. Ifigenia, por ejemplo, hija de Agamenón y Clitemnestra, reyes de Micenas, fue llevada al puerto de Áulide, bajo engaño de boda con Aquiles, para ser sacrificada ahí mismo, por su propio padre, a la diosa local Artemisa—ella otra vez—, a fin de conseguir un viento propicio a la expedición contra Troya, y así ajustarse al oráculo del adivino Calcas. En Ifigenia en Áulide de Eurípides, el hosco ejército espera ansioso este sacrificio humano ritual.

Otra versión dice que Ifigenia no murió y que fue llevada a la costa de los tauros, en el lejano Ponto Euxino—que hoy se conoce como Mar Negro—, un país de bárbaros xenófobos que sacrificaban a todos los extranjeros que lo pisaban. En vez de sacrificarla por extranjera, los tauros le encomiendan a ella el papel de sacrificar a los extranjeros. Es entonces cuando aparece el hermano de Ifigenia, Orestes. Ambos se reconocen y consiguen escapar haciendo una trampa a sus captores, según la tragedia de Eurípides, Ifigenia entre los tauros, quizá la única de las tragedias conservadas que finaliza con un genuino happy end de fuga. Siglos más tarde, en su Iphigénie (1674), el contemporáneo de Molière, Jean Racine, construyó una nueva versión en la que el adivino Calcas, a último minuto, proclama que la que en verdad debe ser sacrificada es Erifilia, una celosa e intrigante hija secreta de la cautiva Helena, con lo cual Ifigenia vive. No debe extrañarnos, entonces, que Gaspar de Jovellanos, si bien bajo amenaza de la Inquisición, haya traducido esa Ifigenia jansenita y proto-ilustrada al castellano como una manera de poner cierto freno al predominio sin parangón de los autos sacramentales en el teatro español.

En tanto, en su novela histórica The Songs of the Kings, Barry Unsworth acaba explicando que la mejor versión de la Ifigenia trasladada a (y rescatada de) Táuride, surgió «cuando las sensibilidades y hábitos de pensamiento habían cambiado y ya no se consideraba apasionante que algo tan horrendo como el sacrificio de un inocente para iniciar una guerra figurase en los cantos de los reyes».

Ahora bien, no siempre las versiones de lo mismo mejoraron acompañando el paso de los siglos. El ruego de Nietzsche a su hermana, a quien compara con Ifigenia, es un buen ejemplo: «¡Ah, Ifigenia, Ifigenia, no temas a los dioses, pues los dioses están en nosotros; somos nosotros los dioses que tememos, y al perder nuestro propio temor sobreviene la locura! Esta trágica discordancia se presenta: nosotros mismos nos separamos contra nosotros». Su hermana Elisabeth parece haberle seguido el consejo: no parece haber temido a los desahuciados poderes divinos. Elisabeth Förster-Nietzsche fue una decidida nacionalsocialista, a cuyo funeral, en 1935, asistió Hitler acompañado de toda su corte.


Joaquín Trujillo Silva es abogado y Magíster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Chile. Actualmente se desempeña como investigador del Centro de Estudios Públicos. “Mejores Versiones de lo mismo” apareció por primera vez en la revista Brazsil.