Daycare
Mauricio Muñoz Escalante
Sebastián daba vueltas alrededor del brevo, se revolcaba por el suelo, saltaba como un desesperado y gruñía sin parar.
Quería salir, sin duda, pero no lo animé para no interrumpir mi trabajo.
Esto de ser escritor requiere disciplina, mucha perseverancia. No puedo estar todo el día pendiente de él.
Le llevé algo de comida, pero no lo solté del árbol. El pobre aullaba y se lanzaba contra las paredes, corría como loco de un lado al otro del patio y rasguñaba con ansiedad la puerta metálica que lo separaba de la cocina.
—Ahora no —le dije.
Sebastián se echó sobre su lado derecho y vi que en el cuello tenía unas heridas bastante desagradables, donde la cuerda rozaba con su piel. No era justo.
Fui hasta la mesa del comedor y busqué el aviso que había visto esa mañana en el periódico:
DAYCARE EN FUSAGASUGÁ
$18.000 TODO INCLUIDO
TRANSPORTE PUERTA A PUERTA
MERIENDA. JUEGOS. TODAS LAS RAZAS.
Así decía, DAYCARE, como si estuviéramos en Miami.
Hice cuentas: aunque dieciocho mil era más de lo yo mismo gastaba en comida, decidí hacer algo por Sebastián. Estaba sufriendo demasiado.
—Te voy a mandar de paseo por un día —le dije—. Así sí podrás jugar todo lo que quieras.
Y llamé.
Media hora después llegó una camioneta con el nombre de la empresa pintado en uno de los costados. Un hombre de unos treinta años y vestido de overol se bajó con un guacal de esos para transportar animales.
—Buenas —lo hice pasar y fuimos hasta el patio—. ¡Llegaron por ti! —le dije a Sebastián, que brincaba de felicidad. Pero el joven de la guardería canina hizo cara de espanto—. ¿Qué pasa? —le pregunté.
—No me lo puedo llevar.
—¿Por qué no?
—¡Es una persona! —me dijo exaltado.
—Eso es lo que parece a simple vista —le dije—, pero es un perro. ¡Vea! —Le solté la cuerda a Sebastián y le tiré un hueso al otro lado de la casa—. ¡Tráelo!
Sebastián salió corriendo en cuatro patas, saltó sobre la mesa de centro de la sala, agarró el hueso con la boca y me lo puso a los pies.
—No puedo llevármelo como si fuera cualquier otro perro —insistió el hombre.
—Sebastián es muy manso. No va a atacar a ningún otro animal —le dije, pero el hombre continuaba moviendo la cabeza de lado a lado sin levantar la mirada del suelo—. ¿Y si le pongo el disfraz? ––le pregunté.
—¿Disfraz?
—Sí —le dije. Subí las escaleras de dos en dos hasta mi habitación y saqué un vestido de Pluto que a veces le pongo a Sebastián para no llamar la atención en la calle—. ¡Ven! —le dije, y se lo enfundé. Sebastián sacó la lengua hacia un lado, como hace cuando no quiere que lo castigue—. ¿Así está mejor?
––¡Cómo se le ocurre que lo voy a llevar así!
––Ya parece más perro ––le respondí––. ¿No era eso lo que quería?
––No se trata de eso.
El hombre miró al cielo, cómo buscando a Dios entre las nubes, pero no pareció ver nada.
—¿Y si voy con él? —le pregunté—. Yo podría hacerle compañía a usted en el viaje.
—No.
—Nos podemos ir hablando.
—¡Qué no!
—¿Qué hago entonces? —le pregunté—. Cuando lo saco al parque para que haga sus necesidades, la gente nos mira como si fuéramos un par de bichos raros. Hace años que no podemos salir a la calle. Póngase en mi lugar…
—Enséñele a usar el sanitario como a cualquier ser humano.
—¿Usted cree que no lo he intentado? —le dije—. A Sebastián no le gusta. Él prefiere afuera…Si no huele los árboles, ¡no hace nada!
—Llévelo a un hospital psiquiátrico.
—¿Para perros?
—¡No! ¡Para humanos!
—¡Pero si él es perro! —subí la voz.
—Allá sabrán cómo tratarlo.
Tomé un respiro y lo miré a los ojos.
—¿Usted sabe si hay alguno en Fusagasugá? Hace rato que Sebastián no va a tierra caliente y yo creo que el frío de Bogotá le está cayendo mal.
—No sé.
—Averígüeme, por favor —le pedí buscando un poco de compasión—. Ya que va por allá, pregunte y me cuenta.
—Está bien.
El hombre me entregó una tarjeta del negocio, agarró sus cosas y empezó a caminar hacia la puerta.
—Gracias por venir de todas maneras —le dije.
—Qué pena no poder colaborarle.
—No importa. Sé que tenía las mejores intenciónes.
El motor de la camioneta rugió y Sebastián empezó a chillar.
Mauricio Muñoz Escalante es Arquitecto de profesión y aficionado a la literatura. Ha ganado un par de menciones en algunos concursos, pero todavía está a la espera del día. Desde hace varios años escribe una serie de novelas llamada Manual de autoconstrucción.