Andrés Ruiz Worth
Era mil novecientos setenta y cuatro, el último sábado antes del regreso. El auxiliar de grúa del carguero Neptuno, un bocachiquero de treinta y tres años, abandonó el puerto. Vestía una camisa de manga corta con puntos fosforescentes, abotonada hasta la mitad. Mientras el resto de la tripulación dormía, él saludaba los treinta y cinco grados que envolvían el descenso de la escalera al muelle. En la billetera tenía una foto de su mujer y su hija y un par de billetes congoleses que pretendía gastar en el Grand Marché.
La bahía en la que el río Congo vierte el contenido que arrastra desde el centro del continente se parece a la de Cartagena. Aquí como allá, bajo la superficie marrón del río, corre imperceptible el océano, como un cocodrilo dejándose llevar por la fuerza de la corriente y la gravedad. Una docena de buques anclados entre los manglares y dos tanques petroleros junto a la orilla interrumpen un paisaje por lo demás milenario y salvaje. Al pisar el muelle de Pointe-Noire, el bocachiquero se sintió en la terminal de carga de la ciudad de Cartagena.
Caminó desde el puerto hasta Lumumba, mientras la ciudad tomaba conciencia de un nuevo día. Andó paralelo a la línea del ferrocarril a Brazzaville, junto al rugido de la locomotora que transportaba crudo al interior. Pensó que el Congo era un país más viejo y más moderno que el suyo.
En la glorieta tomó la primera calle a la derecha, como le había dicho el capitán. Al internarse en la ciudad una neblina caliente se desprendió del asfalto y desapareció entre túnicas de colores e incontables canastos. El bocachiquero oyó nombres extraños para frutas conocidas. Ignoró a los vendedores congregados bajo los arcos de un edificio color curuba y rechazó varias veces los pinchos de carne que le ofrecían. Iban y venían mangos y tomates. El olor desconocido de las hierbas y los condimentos y los rayos de luz que se colaban entre las vigas coloreando el polvo, confundieron sus sentidos.
Un reloj exhibido en la caseta de una miscelánea le llamó la atención. El reloj, de marca CASIO, registraba la hora en una pequeña pantalla. Después de interrogar al vendedor sobre su funcionamiento, precio y credibilidad compró uno para él y otro para su mujer. Se sentía feliz. Se olvidó de las tareas del buque y de los caprichos del capitán. En ese estado de euforia que se acercaba a la plenitud se acordó de su familia y recorrió mentalmente las 5.300 millas que lo separaban de su isla. Pointe-Noire era la última parada antes de cruzar el Atlántico.
Persiguiendo el ruido de unos parlantes fue a dar con una suerte de Olimpo pagano, un templete antiguo en torno al cual se agrupaban distintos estaderos con barras de madera. Un sistema de sonido amenazaba con derribar las vigas que permanecían de pie. Los baldosines estaban rotos y la ausencia de un techo sobre el bailadero dejaba entrar el calor a chorros. Esta es mi zona, pensó el bocachiquero. Se sentó frente a la barra, junto a cuatro hombres que bebían ron.
Reemplazó la ene de bien por una erre para pedir cerveza, un truco que le había enseñado el capitán cuando tocaron el primer puerto. Fue en Jamaica, dos meses atrás, cuando la expectativa del viaje seguía intacta. El barman sacó una botella de la nevera, le amarro un corbatín de servilleta y se la puso al frente. El bocachiquero tomó un sorbo y escuchó los distintos idiomas que se intercambiaban en la barra. Deambulando en silencio por los puertos había aprendido a escuchar a la gente. Una llovizna de kaes, yes y emes caía sobre las tablas de la taberna.
Se dejó llevar por la música, que lo transportó directo a su isla. Podía jurar que por alguna calle de Bocachica había pasado el eco del mismo tambor levantando del suelo la misma capa de polvo. El golpe seco de la palma en el cuero le quitó de encima la certeza que le brindaban los oficios del buque. Al lado suyo un hombre desayunaba un plato de arroz con pollo en salsa de maní.
–Ngeye nkumbu aku nami? –le preguntó, mostrándole una sonrisa benevolente.
–Yo trabajo en un barco de carga, soy de Colombia.
–¡Colombia! –gritó entusiasmado el hombre– ¡Ah! ¡Colombia!
Se dirigió al barman, repitiendo la palabra Coubanaka, hasta que este le entregó un vinilo que en letras doradas y gruesas decía, Columbia, Lecuona Cuban Boys.
El bocachiquero quería pero no podía explicarle que Cuba y Colombia no eran la misma cosa. Pero al intentarlo solo espesó el ambiente con aclaraciones que no venían al caso, y remató la frase diciendo:
–Olvídalo, importa un carajo.
Luego abrió un nuevo encuentro presentándole la botella a la altura de sus ojos.
–Salud, compa.
–Beto kelana ve! Makela ke mulôngo –respondió el africano.
Brindaron.
Los cuatro hombres sentados en la barra se pasaban los vinilos como si se tratara de un grupo de estudio sabatino. Vestían túnicas holgadas y sandalias romanas. Dejaron sonar a los Lecuona Boys sosteniendo una conversación hermética en torno a la música, en ocasiones haciendo señas al bocachiquero, que sólo podía responder moviendo su pierna al ritmo de la canción.
El ruido de las maracas y el saxofón le trajo el recuerdo del gramófono de bronce de su abuela. Ella lo prendía cuando doblaba la ropa en el patio, a la sombra de un palo de mamón. Tarareaba la melodía con dos canarios que se balanceaban en una de las cuerdas del tendedero y que jamás se iban, decía ella, porque los embrujaba la voz cristalina de Alberto Rabagliati.
Sonó la Orquesta Siboney de Alfredo Brito, otro elepé de los cuarenta. El infatigable ritmo de las claves era el son de la Cuba de antes, la que todavía no aparecía en los anuncios de los periódicos de Nueva York, Chicago y Miami. La primera media hora que pasaron escuchando son sirvió para asimilar la música de Nostalgique Kongo. Si existía un género que identificara aquella región del continente africano, donde existían muchos más ritmos que países, era la rumba. Sin embargo, al escucharla, el bocachiquero sentía que su pie seguía rebotando al ritmo del Caribe. Los cantantes de Nostalgique Kongo lo llevaron a un lugar insospechado. El desenlace de una orquesta que podía adivinarse reluciente, elegante y sofisticada fue el mugido prolongado y ronco de una vaca.
Llevaba cinco cervezas cuando sonó la voz de Grand Kallé con la African Jazz y todos se pararon a bailar el Indépendance Cha Cha. La gente que pasaba por el bailadero los animaba, saludándolos a gritos. Otros se unían al jolgorio un rato. Así fue como el bocachiquero llegó a bailar con una mujer de muslos templados y trenzas que le caían hasta la cintura, a la que se sintió íntimamente ligado después de compartir sudores. Regresaron abrazados hasta la barra para brindar de nuevo.
Llevaba seis cervezas y un trago de ron cuando los parlantes le dieron paso al cacareo sentimental de Papa Wendo. Ocho con L’African Fiesta de Tabu Ley Rochereau. Nueve con Pépe Kallé. Entre los tres elepés de Franco Luambo y la TPOK Jazz se tomó otro ron y perdió la cuenta. Cuando sonó la canción que consagró a Simaro Massiya como el poeta máximo del Congo, los hombres se entendían a la perfección a pesar del tambaleo general de lenguas. Mabele era un retorno al son. Las claves estaban presentes y la sensación de una multitud en los pitos adornaba su base rítmica. Soso ekole oh bandoki bazongi ndako, decía el coro de Simaro, mientras canta el gallo, los fantasmas regresan a casa.
De un momento a otro se halló impotente ante la inmediatez de su regreso a Tierra Bomba. Butu ekoyinda mokolo mua ba ndoki banganga, la noche oscurecerá, es tiempo de hechiceros y brujos, pronosticó Massiya. Algo pasó después que hizo llorar al bocachiquero. Masuwa ekokufaka libongo ekotikalaka, el barco puede hundirse, pero el puerto permanece. Una parte de él se iba, pero otra se quedaba. Así como había dejado un pedazo de su alma en Bocachica mientras el resto seguía con él en este extraño lugar. Pensó en un probable antepasado suyo arrastrado en cadenas por medio mundo para ser vendido en la Plaza de la Aduana.
Empezó a sonar otra canción. Era instrumental, sólo percusión. Un par de congas hablando como amantes al amanecer se repetían, se repasaban y se reflejaban como fuego. Juró que también esa canción había salido de su tierra. Identificó sin lugar a dudas el ritmo que por fuera de la isla se conoce como el bocachiquero. Los dos tambores, ayudados por la alquimia de la música y el alcohol, lo devolvieron a su pueblo antes de que el barco lo hiciera.
Nada de lo que pasó después, la efusiva despedida y su prolongada partida de aquel templo musical en el corazón de Pointe Noire, tuvo importancia o un lugar en la memoria del bocachiquero, quien supo regresar al puerto con la ayuda de un bicitaxista. Vio el buque, ese edificio flotante que zarparía hacia su isla en cuestión de horas, y al capitán fumándose un cigarrillo. El bocachiquero le mostró orgulloso el vinilo que los congoleses le habían regalado y que llevaba debajo del brazo. Este le lanzó un reproche, como siempre que lo veía. Pero antes de que pudiera seguir hablando, el bocachiquero lo interrumpió.
–Vete a la mierda –le espetó–. ¿Por qué no me dijiste que hasta aquí habíamos llegado antes los bocachiqueros?
Andrés Ruiz Worth es un escritor y educador colombo-británico. Ha colaborado con Semana Sostenible, Revista Sole y el Hay Festival. Hace parte de la red de artistas, estudiantes y educadores Narrative 4. Trabaja en la agencia Música Creativa de Colombia y es manager de Los Reyes de la Champeta.
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