Andrés Ruiz Worth
Un bocachiquero en el Congo
El pionero de la champeta, Ane Swing, fue el primero en hablarme del viaje que hizo un nativo de la isla de Tierra Bomba al Congo a principios del siglo pasado. El nativo embarcó en Bocachica, uno de los cuatro pueblos de la isla—pueblos que desde siempre han tenido que resistir el embate de vientos, mareas y élites cartageneras. Los bocachiqueros son marítimos, dedicados a la pesca y a la navegación. Son marinos expertos, solicitados en todo tipo de embarcaciones desde la época de la colonia. Desde las murallas del antiguo fuerte español de Bocachica, se ven pasar los yates de lujo, los veleros viajeros y los buques de carga que se aproximan y salen de la bahía de Cartagena. A solo seis metros de la superficie se encuentra la despensa del pueblo, un monstruoso arrecife de coral de siete kilómetros de largo por seis de ancho acorralado por naves de gran calado.
—Gracias a un marino de Bocachica —me dijo Ane Swing—, el ritmo llamado bocachiquero llegó hasta el Congo hace muchísimos años.
Cuando todavía no era Ane Swing, Viviano Torres salió de San Basilio de Palenque para estudiar música en la Universidad de Bellas Artes de Cartagena, donde experimentó con varios géneros africanos, incorporándoles dosis de sabor local. Claro que el Caribe ya estaba allí—en los acetatos que venían de África. El soukous, el zekete zekete, el ndombolo, el highlife nigeriano, el afrobeat y el makossa fueron influenciados por las Antillas, Bocachica incluida, gracias a los marinos del Gran Caribe. Todo esto sucedió por el comercio marítimo internacional y el ferrocarril del Congo, que provocaron una explosión demográfica y sonora desde la costa del país hasta el interior, en donde los colonizadores belgas y franceses levantaron las capitales de Brazzaville y Léopoldville (hoy Kinshasa), separadas por el río Congo, un espejo de agua marrón.
A la efervescencia cultural, fruto del encuentro de cientos de pueblos subyugados por los colonizadores, se sumaron vagones repletos de instrumentos musicales. Pianos, trompetas, maracas y redoblantes inundaron las calles. Al transitar por ambas ciudades, cuidándose de no violar el toque de queda, un congoleño en los años treinta escuchaba música popular francesa seguida por jazz americano. Luego, llegó la serie G.V. de los sellos EMI y RCA Víctor con sus 250 vinilos de música latina y cubana, esperando que el mercado africano los salvara de caer en las grietas de la gran depresión. La bienvenida que tuvo aquella música en el Congo, en especial el son de cuba, fue tan calurosa que no tardó en regarse de costa a costa y de sur a norte, asentándose cómodamente en el occidente subsahariano.
Quizá la afición de los africanos por la música cubana era inevitable. Esta música no era si no el regreso del tambor al cuerpo oprimido que había sido testigo y mensajero del primer latido de la humanidad. Aquel reencuentro puede ser interpretado de muchas maneras, pero quizá la música se arraigó más por su sonido que por el sentido que los discursos y las teorías poscoloniales hayan buscado darle. Como sea, la gente empezó a moverse al ritmo del son; y los músicos comenzaron a tocarlo; y las emisoras, a difundirlo; y las disqueras, impulsadas por intrépidos empresarios griegos, a producirlo con la influencia del repertorio musical de las 200 etnias que vivían en la hoya del Congo cuando apareció el ferrocarril.
La invención de estos jóvenes artistas se llamó rumba congoleña por el simple hecho de que los vinilos importados de las Antillas venían etiquetados con la palabra "rumba". Entre 1930 y 1960, los protagonistas de esta historia fueron Jhimmy, Grand Kallé, Franco Luambo, Tabu Ley Rochereau, Docteur Nico, Wendo Kolosoy y Henri Bowane. Muchos de ellos, atraídos por el magnetismo de la vida cultural, habían viajado a pie desde pueblos vecinos a las capitales. En 1948, Kolosoy y Bowane tuvieron fama internacional con la canción "Marie Louise", que compusieron sobre el patrón rítmico de un clásico del son cubano: "El manisero". La letra de la canción pasa del español al francés y al lingala, a través de un método estrictamente fonético. Cuando la voz de Antonio Machín canta maaaaníiiiii, Kolosoy dice Maaaaríiiiii. Y Así ¡zas!, nació el primer himno de la rumba congoleña. Una guitarra pone el tono de optimismo persistente que recorre la canción, acelerando el pulso como si se quisiera fugar del mástil en una carrera de los dedos, pero luego se contiene en el compás de la clave.
Esas ganas de velocidad y desenfreno transformaron la rumba congoleña. Para finales de los sesenta, en Brazza y Léo, un puñado de bandas juveniles desplazaron a los pioneros con el tempo acelerado de sus canciones y un virtuosismo cada vez más exhibicionista en la guitarra, que invitaba a los cuerpos a desencajarse.
Le pusieron 'soukous'
Cuando el dictador Mobutu Sese Seko decidió llevar a cabo el festival de música Zaire 74, en la nueva República del Congo, la rumba era un género conocido en todo África. Leyendas como Tabu Ley Rochereau, la orquesta O.K. Jazz y la agrupación Zaïko Langa Langa ejemplificaron los triunfos de la campaña de “autenticidad” promovida desde el Gobierno para enaltecer la cultura autóctona y reforzar los estereotipos del enemigo externo: los imperios decadentes de occidente.
Celia Cruz, B.B. King, James Brown, Bill Withers y Miriam Makeba fueron algunos de los invitados a esta demostración de poderío cultural. Para asegurarse de que el mundo entero conociera el Congo que había surgido tras la independencia, el festival de música fue pensado como la antesala de un evento incluso más llamativo, que recibió el rocambolesco nombre The Rumble in the Jungle, donde el boxeador George Foreman le disputaría el título de campeón mundial a Muhammad Ali. Aunque la pelea se aplazó hasta octubre, el festival de música se llevó a cabo como planeado y fue transmitido por todas las cadenas globales de televisión.
La exposición mediática sirvió para que artistas como Papa Wemba, el cantante de Zaïko Langa Langa, saltara del Zaire a París, donde la rumba siguió su curso hacia un sonido más internacional. Fue en la alta noche de la capital francesa en la que se popularizó la palabra secousse, en español "sacudir", que desde los primeros años de la rumba describía el éxtasis de quienes la bailaban.
La palabra sedujo a los ejecutivos de Island Records, que la difundieron con el lanzamiento del álbum Sounds D'Afrique II: soukous, realizado en Europa en 1982. El disco desató una revolución en un lugar insospechado al otro lado del horizonte: Cartagena de Indias.
—De mediados de los setenta pa' acá, esa música se amasó en nuestras almas —me explicó Viviano, párpados gruesos, cara amable, sesenta y dos años de insistencia.
Champeta pal' mundo
Viviano me pareció una persona excéntrica desde el momento en que lo conocí. Fue durante una sesión de fotos en el callejón de las artes picoteras en el mercado de Bazurto en Cartagena. Con él estaban otros dos cantantes, Louis Towers y Charles King. Los tres siguen haciendo música como solistas o juntos en la agrupación Los Reyes de la Champeta. Cuando los cartageneros empezaron a experimentar con el soukous, a tomar de él lo que les gustaba, algunos críticos dijeron que parecía una copia barata de África, que ahí no había sino imitación.
—Si no me hubieran jodido cuando empecé —me dijo Viviano camino a Bazurto—, hoy sería más famoso que Shakira.
Yo solté una risotada, luego entendí que lo decía en serio. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, él inventó el único género de música urbana que ha nacido en Colombia.
Confieso que en ese entonces yo no sabía quién era Viviano Torres. A decir verdad, el día que nos conocimos ni siquiera había escuchado su obra. En mi azarosa y desinformada colección de discos había algo de música antillana, pocos cantantes africanos y un solo disco de champeta: Champeta para el mundo. El álbum lo publicó Sony Music en 2002, después de haber vendido 60.000 copias de La champeta se tomó a Colombia, en el que figuran las estrellas que surgieron mucho después que Viviano y que, de alguna manera, lo arrojaron a la sombra: El Afinaito, El Sayayín y Mr. Black. Con paciencia y valentía, Viviano trataba de reclamar legítimamente un mundo que se le había escapado de las manos como jabón.
Refiriéndose a la champeta, a menudo hablaba en primera persona, dejando claro un mensaje: "La champeta c'est moi".
Compré Champeta para el mundo cuando ir a Tower Records era una forma fácil de distraer el guayabo. No más había que pararse de la cama, franquear la entrada del centro comercial y recorrer con ánimo diletante la estantería. Luego, con un asomo de pena, entregarle la selección de cedés a un hombre afrudo, entre tierno e intimidante, para que los destapara y los metiera en el útero de un púlpito desde donde los melómanos podían escuchar disco tras disco hasta que el pudor o el administrador los sacara de allí.
En el instante en que empezó a sonar el disco, reconocí los himnos que había bailado en discotecas, fiestas de quince, proms y matrimonios desde que tenía memoria de la noche, y caí en cuenta de que “La voladora”, “El chocho” y "Busco a alguien que me quiera" llevaban años sonando sin que yo me hubiera preguntado por sus autores, mucho menos que hubiera imaginado el lugar desde el que se enunciaban. Pero aun así pude intuir algo del ingenio de sus letras, su doble sentido e ironía. El disco me llevó a una parte honda de Cartagena. Había humor y vulgaridad refrescantes en el lenguaje. ¡Ya le cogí el maní a la suegra, le cogí el maní! Era la vida de los cartageneros de a pie.
—La champeta es un grito de libertad —dice Juan Daniel Correa, el quijotesco mánager de Los Reyes de la Champeta, responsable de mostrarle el género a los gomelos de Bogotá y quien me reclutó como escudero de sus empresas. Mi primer campo de batalla era el trámite de las visas para viajar a Chicago, donde Los Reyes se iban a presentar en el Gran Festival Colombiano. Salimos de Bazurto en dirección a la Matuna, en busca de un lugar en el que Viviano pudiera tomarse las fotos que pedía la embajada.
—¿Cuándo nació la champeta? —le pregunté.
Estaba estresado porque le habían pedido que se quitara el gorro africano para la foto y que escondiera las rastas detrás de las orejas.
—Yo era estudiante en Bellas Artes, en Cartagena, en 1984.
Permiso
Después de sacar las fotos nos fuimos a un café en un centro comercial en la Matuna—un sector de Cartagena donde se sellan documentos en edificios republicanos y se ofrecen ceviches a la sombra de los palos de mango. Allí Ane Swing me dijo que había llegado a Cartagena desde San Basilio de Palenque con cinco mil pesos en el bolsillo y la ilusión de volverse un cantante famoso.
Justo Valdés, un vecino de su pueblo, había llegado antes y estaba reuniendo a los músicos de Son Palenque, la agrupación que arrancó con la idea de evolucionar la música palenquera. Viviano me dijo:
—Yo quería hacer una propuesta diferente a la música que estaba acostumbrado a escuchar en mi pueblo. Todo el mundo hacía salsa, vallenato o tropical, yo decía para mis adentros, “bueno, aquí en Palenque hay una manifestación de música tradicional, aquí están las raíces del bullerengue, la chalupa, la cumbia, el mapalé; aquí están los sones palenqueros. Bueno, y si le meto armonía, piano, guitarra, bajo; si reemplazo lo del llamador por el bombo y las palmas por el redoblante, esto debe dar algo diferente a lo que escuchamos”.
En 1984 sacó los instrumentos de la universidad sin permiso del supervisor y llevó a un grupo de músicos a su casa en el Paseo Bolívar, en el barrio Torices, donde logró fusionar el bullerengue con el soukous. Había nacido una nueva especie de tiburón. Nadie sabía con exactitud de qué profundidades había venido, pero llegaba con enérgicas sacudidas.
A este gigante, Viviano lo bautizó Ane Swing, que viene del palenquero "Ane Zwing" y que quiere decir “con mucho sabor”. A este grupo luego se unieron Louis Towers, Charles King, Melchor Pérez y William Simancas.
"Tírate un pase"
En aquel entonces el escenario más rimbombante de la ciudad era el Festival de Música del Caribe, un espacio para la circulación de la vanguardia internacional del archipiélago y el caribe continental. Viviano llegó hasta la oficina de los empresarios que dirigían el festival, tomó asiento en un cómodo sillón, puso su grabadora en el escritorio y le dio play a la cinta que había llevado.
—Por fin tenemos una música que le compite a lo antillano —les dijo.
El resultado del encuentro fue un triunfo y a la vez un reto mucho más grande de lo que Ane Swing imaginó: le dieron la oportunidad de cantar en el Festival, no en la Plaza de Toros, que era el escenario más popular, sino en el cóctel de inauguración, un evento mucho más encopetado y protocolario, en el que la mayoría de invitados eran blancos.
Cuando Viviano llegó con su ensamble de cinco músicos a la entrada principal del hotel en el que se celebraba el festival, el portero le cerró el pasó. El portero vestía un traje color caqui y un sombrero de safari. Ane Swing iba de traje negro.
—Aquí estamos bien de negros ya —le dijo el portero.
Viviano se enfureció. Me contó que ya iba a “clavarlo” cuando el empresario con el que había hablado lo vio allí afuera y al enterarse de la situación, obligó al portero a cargar los instrumentos hasta la tarima.
La música que iban a tocar esa noche fue prácticamente la anunciación de la champeta. Temas como "Permiso", "El champe" y "Asinajue" presentaban a Ane Swing como el nuevo Rey del Caribe, título que escogió para su primer disco.
Viviano continuó su historia con emoción.
—Antes de subirme a cantar, un señor con camisa de lino rosada se me acercó y me dijo: "Estás nervioso, tírate un pase". Yo entendí que me recomendaba practicar el baile antes de cantar. Entre los champetúos decimos eso, "tírate un pase". Mierda, cuando veo que el tipo saca una bolsita con perico y me ofrece el pase. ¡Yo qué me iba a imaginar! Le dije que no necesitaba eso y quedé más nervioso de lo que estaba. No sabía cómo iba a reaccionar el público a la música, pero la banda ya estaba montando los instrumentos y sin probar sonido ni un ingeniero a bordo. No tuve otra opción que subirme a la tarima. Me paré al frente del escenario y me nació imitar a los presentadores que había visto. Leidis an yentle-men, empecé, pero noté que buena parte del público iba para la barra del bar al fondo del salón. —Viviano soltó una carcajada. Estaba reviviendo aquella noche y parecía darse cuenta de lo que ese momento había significado en su carrera. Siguió contando los detalles de aquel concierto iniciático:
»De repente la gente empezó a devolverse a sus mesas con mucho afán, como cuando hay pelea, y todo el mundo a bailar. Teníamos seis canciones y cuando se acabaron la gente gritaba: “más, más”. Yo me quedé pasmado. ¡No había más! Entonces les digo a los compañeros: "vamos de arriba pa' abajo otra vez".
Luego de ese concierto empezaron a llamar a Ane Swing para todo tipo de eventos en la ciudad: congresos, ferias, fiestas, bailes populares y demás. Pero su música no penetró la esfera de las disqueras más influyentes.
Mientras llenábamos los formularios para la visa a Estados Unidos, Viviano me contó que la última vez que había estado allá fue en 1988, para presentarse en un evento en Miami y me confesó que tenía un recuerdo amargo del país: los supuestos mánagers que lo jodieron.
Los pioneros
En un homenaje a Los Reyes de la Champeta en el Palacio San Carlos, en el centro de Bogotá, Ane Swing le explicó a un salón lleno de funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores por qué había bautizado al género champeta. Llevaba su kufi en la cabeza y las rastas le barrían los hombros.
—Champeta viene de champa —dijo—. En nuestra lengua palenquera hay muchas palabras con la partícula cha. Se le dice cha a las mujeres. Cha-Inés, cha-Cele y así. También existe un ritmo del Congo que se llama champa, igual al machete palenquero; y la champeta es la peinilla para limpiar el pescado. Además, en Palenque y en Cartagena, desde la época de Chambacú le dicen champetúo al bohemio que se vacila la vida con su bulla y su camisa de guacamayas y corales. Esa palabra conjuga tantas cosas que yo dije, bueno, champeta será.
El sentido abierto de la palabra champeta señala que el fenómeno va más allá de lo musical. Hoy es uno de los lazos que conecta a los pueblos afro del Caribe con el resto del país. A comienzos de los noventa, cuando el género se tomó las calles de Cartagena, se convirtió en una fuente de identidad y hermandad para la gente afro y mestiza, pero también en un atractivo de las verbenas y un vehículo para manifestar una corporalidad y una sensualidad que continúan renovándose, a pesar de la censura y los ataques lanzados desde los balcones de la moralidad blanca.
Poco después de que Ane Swing lanzara su propuesta, se conocieron experimentos que bebieron de la misma fuente creativa, como la música de Abelardo Carbonó y Rafael Chávez. En efecto, el material estaba ahí, cualquiera podía tomarlo y conjugarlo, cualquiera que conociera a fondo la tradición musical de los afrocolombianos.
Viviano continuó su discurso en la sede de la Cancillería:
—Me tocó imponer un estilo que no era consumible. Cuando empecé —dijo—, en Cartagena se escuchaba música africana en algunos barrios, pero no era muy comercial. La gente no asimilaba que un colombiano hiciera ese tipo de música, incluso algunos decían que éramos imitadores, pero nosotros no imitamos la música africana, la verdad es que esa música era también nuestra.
En Rocha nace otro Rey
Mientras en el centro histórico de la ciudad Ane Swing le daba al público reunido en ese hotel de lujo el primer plato de champeta, en el corregimiento de Rocha, una cuadrícula de calles a mitad de camino entre Cartagena y San Basilio de Palenque, un diyey estaba reinventando a su manera la música africana. Parado detrás de sus máquinas, en el púlpito humeante de una taberna oscura, el aficionado tecleaba en su sampler para hacer ladrar a un perrito chihuahua o relinchar a un burro, o producir cualquier otro sonido del mundo que coloreara la canción con los pigmentos de la sabana bolivarense.
Ya desde los años setenta, en Barranquilla y otros lugares de la costa, la gente del pueblo montaba sus fiestas con equipos de sonido hechos en casa. Eran conjuntos de bafles, mezcladores y tornamesas armados con el artesanal ingenio de los melómanos y pintados con escenas chillonas de la cultura popular. Antes de que se impusiera la palabra picó, llamaron a estos equipos “máquinas” o “turbos”.
Para ese entonces, 1984, la fiebre de la música africana se había regado por toda Cartagena con el desembarco, hacía una década, del soukous, el highlife, el makossa y los demás géneros que venían del África. Muy pronto surgió una casta de diyeys que se pasaban día y noche escuchando toda la música importada y escogiendo los mejores temas para las fiestas.
Y así empezó la furia de vatios, una rivalidad entre picós que competían por atraer más público a sus eventos y que obligaba a mantener en secreto el nombre de las canciones que escogían como caballos de batalla. Primero, había que rasgar la etiqueta pegada al vinilo para evitar que ojos de adversarios pudieran ver el nombre del disco en la verbena. Luego, se inventaban un seudónimo para la canción, así el público podría hablar de ella y que se hiciera popular de boca en boca. Por lo general el apodo guardaba una relación fonética con el título original o la letra de la composición. Por ejemplo, "Tantina" de Lokassa ya M'bongo, un clásico de la época, se llamó "El satanás" porque a un diyey le pareció que la palabra sakana, que se repite en el coro y significa "diviértete", sonaba parecido a satanás. En otros casos no hay ninguna relación entre un piconema y el título original, como pasa con la canción "La manigueta" de Sam Fan Thomas, autor camerunés, cuyo nombre original es "Neng Makassi".
Le pregunté a Ane Swing sobre la afición de los picós por la música africana, que cuándo había comenzado.
—Un picó podía volverse famoso por un disco de esos —me dijo—. Había importadores que los traían de Europa o directamente de África. El centro de toda esa movida era el mercado de Bazurto. El que salía a comprar la comida también estaba pendiente del último disco. La música africana —me explicó—, se había convertido en un producto de la canasta familiar. Que nadie entendiera la letra, no era un obstáculo para gozarla, al revés, de ese hecho se desprendía una felicidad mayor, ya que las palabras no cargaban el peso del uso cotidiano y podían llenarse con el sentido que cualquiera quisiera darles.
En el documental Historia del picó, furia de vatios, el primer picó aparece en el barrio chino de Barranquilla, en la década de 1930, cuando en las fiestas se escuchaban jíbaros puertorriqueños y son cubano. El término viene del pick-up needle, la aguja que recoge las vibraciones registradas en un acetato y las transmite al parlante. Desde hace un par de décadas no solo la música, sino las máquinas, son indispensables en los barrios de Barranquilla y Cartagena, en los que no falta el bafle que le ponga banda sonora a los domingos y festivos, gústele a quien le guste. La potencia del parlante, que la gente respetable suele repudiar, puede ser sinónimo de la destreza del dueño del picó en el ensamblado de la máquina o una revelación de sus ansias de adormecer la consciencia, pues el volumen es el que tendría un grito atorado hace siglos, como si de repente millones de gargantas estallaran al unísono.
Fue en Barranquilla en donde nacieron máquinas emblemáticas como El Sibanicú, El Isleño y El Gran Pijuán. En Cartagena también fueron famosas El Conde, El Huracán, El Príncipe, Playa Africano, El Perro y, cómo no, El Rey de Rocha, que salió de aquella cantina y creció hasta ubicarse en el centro de un mercado del que poco se sabe, a pesar de que mueve cientos de miles de millones de pesos al mes.
Del remake a la champeta criolla
La mayoría de la champeta que se produjo en la década de los ochenta se hizo calcando la música africana. Las canciones de aquella época eran poco más que remakes basados en los mismos ritmos, melodías y arreglos, con el añadido de algún estribillo en español. Para los estudios de grabación, acomodados bajo la sombrilla de los picós, no valía la pena complicarse la vida buscando obras originales. Gracias a los diyeys estaban multiplicando el dinero en la taquilla de los eventos semana tras semana.
El diyey era el protagonista de la narrativa de la furia de vatios, un melómano hechicero que recibía todos los aplausos de la publicidad y de los animadores de los eventos; el que digería la música importada, por la que no había que pagar un centavo en impuestos ni en regalías de autor, y el que se la entregaba al público ligeramente adaptada, con sonidos que encuadraban a Cartagena en el continente africano.
Los años noventa fueron otro cantar. Había quedado claro que la furia de vatios no trabajaba para los autores y compositores. En el terreno musical, el que controlaba la oferta, el importador de discos, controlaba el mercado. Un picó le podía comprar a los proveedores todas las copias de un disco para bloquearle el acceso a la competencia. Esa situación llevó a algunos productores desilusionados o muy golpeados a independizarse de los picós. Había que abrirse paso con música inédita y original, en otras palabras, había que darle la mano a los músicos creadores. Una de las agrupaciones que surgió fue Kussima, creada por Faustino Torres, un primo de Viviano. Cuando su obra "El salpicón" fue escogida como canción del carnaval de Barranquilla en 1995, más artistas tuvieron la oportunidad de grabar sus obras.
Por el estudio del productor Yamiro Marín pasaron Álvaro el Bárbaro, Elio Boom y Melchor Pérez, quienes, con Ane Swing, portaban la llama del soukous. Para mediados de los noventa la llamada "champeta africana" o "champeta criolla" era uno de los géneros más visibles en la ciudad.
La siguiente generación de cantantes venía pisándoles los talones. Habían bebido de la influencia de los pioneros, en especial del humor mordaz y la mirada cruda y novelesca de la realidad que ofrecía Charles King, que ya era conocido como un “cronista de la champeta”. A medida que El Afinaito, El Sayayín, El Jhonky, Papoman y Shaka caminaban por la ciudad cuestionando las murallas visibles e invisibles que segregan, los versos de la champeta se acercaban más a la calle.
Cada vez más mestiza y urbana, la champeta abrió un imaginario para la juventud, que encontró en ella un modo de expresar y nombrar sus dramas. La emoción y el optimismo que provocó en ellos esta música quedaron registrados en el documental de Lucas Silva Los Reyes Criollos de la Champeta, en el que uno de estos cantantes, El doctor de la terapia, lleno de alborozo y en plena fiesta callejera a la luz del sol, suelta una frase contundente: “Queríamos hablar y no nos escucharon. Ahora estamos cantando y nos escuchan y nos bailan”.
Adiós África, bienvenido el dembow
En el 2012, tres sicarios en moto asesinaron al “príncipe de la champeta”, John Jairo Sayas Díaz, El Sayayín, en la tienda Mi hermano y yo de Sincelejo, porque el dueño del establecimiento se había negado a pagar la vacuna que le exigía una banda criminal. Los asesinos pasaron en motos disparando contra la clientela y dejando heridas a tres personas más. Ese mismo año, luego de una gira por Venezuela, El Afinaito, autor de "Busco a alguien que me quiera", murió de un paro respiratorio rodeado de sus familiares. Siete años antes de que eso pasara, “el profeta de la champeta”, Jhon Eister Gutiérrez Cassiani, El Jhonky, había caído muerto en el piso del baño de una discoteca en el barrio Olaya Herrera, su propio barrio, al recibir dos balas en la espalda, en medio de una riña de la que no hacía parte. Un año antes de esto, habían asesinado a Luis Hernando Rojas Cuellar, productor musical, en el mercado de Bazurto.
Cartagena es una ciudad que impregna un aire de dificultad en el rostro de sus habitantes, a pesar de la parte festiva que palpita en ella. Una ciudad en construcción, llena de talleres, ferreterías y pequeñas y medianas empresas que ofrecen sus servicios a los dos polos de desarrollo económico más fuertes: la industria y el turismo. Una ciudad de migrantes, de linajes coloniales y de huellas de africanas. Una ciudad en la que todo cambia y todo parece seguir igual de viejo, aunque haya cosas que sí desaparecen.
La champeta cambió en la segunda década del dos mil. Por un lado, El Rey, el picó dominante, le siguió apostando a la furia de vatios con tanta intensidad que al coronarse vencedor, disminuidos sus adversarios, tuvo que inventarse un nuevo enemigo, El Imperio, para evitar que se cayera el mito de la competencia. Hoy miles de jóvenes, desde Sucre hasta el Atlántico, se definen como reinaldistas o imperialistas sin importarles que ambos proyectos sean del mismo dueño. Como resultado de un matrimonio fructífero con las emisoras más fuertes del Caribe, los picós producen varios volúmenes de champeta inédita al año, sin mucha consideración por las melodías y ritmos que la habían caracterizado hasta entonces.
Los nuevos
"Un pionero es el primero en hacer algo que los demás harán mejor después". Que cada cual juzgue si el aforismo le cabe o no a la champeta. Antes de salir de aquel centro comercial en la Matuna, le pregunté a Viviano qué opinaba sobre el rumbo que había cogido el género y se le endureció la cara.
—Inventamos algo y luego otros vienen a decir que es suyo —me dijo.
Se refería al éxito de Mr. Black y Kevin Flórez, quienes en el 2013 lanzaron las canciones "El serrucho" y "La invité a bailar". Junto a otras nuevas caras del género, estos artistas se anunciaron en todas las entrevistas que les hicieron como los creadores de la champeta urbana, desatando una polémica entre los champetúos. Aunque en un sentido geográfico la champeta nunca fue rural, nació en Cartagena, la nueva etiqueta buscaba su ingreso a un circuito musical mucho más amplio, en el que caben géneros que van desde el reguetón glam hasta el hip hop cristiano.
El salsero
Había regresado del concierto en Chicago y me dirigía a un salsero en Villa Rubia, un barrio en el sur de Cartagena y que es una pequeña colonia palenquera. Los salseros son eventos dedicados a la música africana y las viejas máquinas que aparecieron hace una década, fruto de la nostalgia. Le había dicho al conductor del taxi que iba a un picó y el hombre me miró extrañado. Llevaba pantalones beige recién planchados y una camiseta de cuello abierto metida en el pantalón. En el camino me advirtió que debía tener cuidado, que en los picós eran frecuentes las peleas y la bebida, excesiva.
Cuando llegamos al lugar, desde el taxi se veía una cancha cercada con vallas de alambre, avisos de aguardiente que dejaban ver las coloridas máquinas formando un diamante en el terreno y una marea de sillas Rimax. De repente la masa de gente alzó las sillas de las patas y entendí que aquella era la mejor manera de aplaudir al diyey, ya que cualquier otro sonido era estéril al lado de las máquinas. Entonces el taxista me corrigió:
—Esto no es un picó, sino un salsero —y añadió lo siguiente con tono de profesor—: aquí se escucha una champeta que es, por así decirlo, “más exquisita”.
Epílogo: El proceso de la Champeta
Viviano es un gestor intenso. Desde que consiguió la beca para estudiar música en Bellas Artes no ha dejado de buscar oportunidades para la champeta. Siempre está pendiente de su celular y se pasa horas comprometiendo a distintas personas a llevar a cabo las tareas más variadas con el ánimo de encontrar apoyo.
Cuando Cartagena eligió alcalde en el año 2002, todo indicaba que por fin la champeta iba a romper el cerco local. Viviano había apoyado al alcalde electo y lo visitó varias veces en su oficina para ver qué empujón le daría al género, pero el alcalde se escurría de reunión en reunión, esperando, ingenuamente, a que Viviano dejara quieto el asunto. Se venían las fiestas de independencia, las novembrinas, en las que el distrito invierte cientos de millones de pesos en conciertos de artistas locales. Ane Swing se aparecía cada dos días en el despacho del gobernante, lo interceptaba en la calle y le caía sin avisar a los restaurantes en los que almorzaba, hasta que logró lo que quería.
Con su mano derecha, el alcalde aprobó las presentaciones de Ane Swing en el Reinado Nacional de la Belleza, en el hotel Hilton y en otras tres tarimas de la ciudad. Aunque Viviano y sus músicos asistieron puntualmente a los eventos programados, no lograron presentarse en ninguna ocasión ya que el alcalde, con su mano izquierda, había prohibido los espectáculos de champeta en las novembrinas.
Al enterarse de la censura, varios artistas se subieron a protestar en una de las carrozas que desfilaba por la Avenida Heredia. La multitud estaba dispuesta a acompañarlos hasta la Avenida Santander, donde captarían la atención del público grueso y de los medios de comunicación. El escenario móvil era empujado por aplausos y coros cuando la policía lo desvió hacia Marbella, lugar en el que quedaron atrapados en medio de edificios entre la ciénaga y el mar. La ofensa no era nueva. El año anterior, como medida de precaución, el alcalde de turno había decretado racionar el uso de la pólvora ¡y de la champeta! en las fiestas de la ciudad, como si una cosa fuera equiparable a la otra.
Año 2016. Un grupo de activistas, del que Viviano hace parte, organizó una marcha para exigir que el género fuera declarado patrimonio cultural de la ciudad. Miles salieron a las calles para mostrar su apoyo y para exigirle al Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena (IPCC) que adelantara el proceso. En el 2018, el IPCC le permitió a la champeta postularse a la Lista Representativa de Patrimonio Cultural Inmaterial del Distrito.
Una vez postulada, le correspondía al alcalde hacer efectiva la patrimonialización. En la última década, Cartagena ha tenido once alcaldes y ninguno lo ha hecho. Eso tiene a Viviano pegado al teléfono. En este momento, decenas de derechos de petición con su nombre transitan por las entidades de Getsemaní, el Centro y la Matuna. También se ha intentado hacer la declaratoria por medio del Concejo Distrital, pero los proyectos de ley se han hundido. Uno de sus impulsores, el concejal Andrés Betancourt, ha insistido en que el objetivo es "generar políticas públicas que busquen el mejoramiento en la conducta ciudadana de los cartageneros y, asimismo, generar una sociedad productiva alrededor de la cultura". Aunque el impulso de las industrias culturales era la bandera de campaña del presidente de la república y un tema central de su agenda antes de la pandemia, hasta ahora ningún ministerio se ha acercado públicamente al debate.
Hoy por hoy, en Cartagena hay decenas de bares y tarimas dedicadas a la champeta, lugares como Bazurto Social Club o Kilele. También hay eventos como la fiesta Champetú, que promueven el turismo y la inclusión social a través de la música. Hay fundaciones que por medio de la champeta hacen pedagogía ciudadana. Hay turistas que quedan extasiados con el tour de champeta por el mercado de Bazurto, donde conocen el callejón de las artes picoteras. Hay eventos de champeta que llenan la Plaza de la Aduana, el Centro de Convenciones y la Plaza de Toros. Y hay mujeres que la cantan. Hay congresos internacionales de derecho tributario que contratan presentaciones de champeta para sus cócteles. Los picós tienen más seguidores, prestigio y credibilidad que la clase política. Hay artistas firmados por Sony Music. Hay academias de baile en las que se enseña a bailar champeta al estilo barranquillero y al cartagenero. Está en proceso la creación de un centro de estudios en gráfica y cultura picoteril. Hay diyeys como Najle, Fetcho, La Universidad de la Champeta o el Monosóniko Champetúo que la han llevado por el mundo. Hay productores como el Alguacil Dubkilla que la reinventan desde la capital. Hay lanzamientos internacionales de álbumes de champeta desde que Palenque Records publicó el primer disco del género en París, Champeta Criolla Vol.1, en 1999. Hay giras como las de Tribu Baharú por Canadá y Estados Unidos. Hay un picó, El Volcán, en Berlín, la ciudad donde Louis Towers se presentó en la Casa de las Culturas del Mundo, el centro nacional para la exhibición de arte contemporáneo. Y hay shows de medio tiempo en el Super Bowl en el que Shakira baila quince segundos de una canción africana que suena a champeta y de repente surge un champeta challenge en las redes sociales. En este mar picado, Viviano quizá esté esperando que ella lo invite a grabar un disco o al menos una canción, a ver si con eso logra descansar. Las palabras que me dijo al terminar nuestro encuentro se quedaron conmigo:
—En África no existe el ritmo champeta. Nació en Colombia. Por nosotros. Por mí.
Andrés Ruiz Worth (Bogotá, 1989) ha publicado textos periodísticos y de ficción en El Espectador, la revista impresa Semana Sostenible y la revista digital Mitos Mag. En 2020 recibió la Beca de Periodismo Literario del Instituto Distrital de las Artes de Bogotá por el proyecto La champeta exquisita. Vive en Cartagena de Indias.
Viviano Torres Gutiérrez (San Basilio de Palenque, 1958) es uno de los músicos más respetados del Caribe Colombiano. En su música y en sus líricas ha buscado preservar no sólo la esencia del legado africano, sino la propia lengua palenquera. Creador del primer grupo de champeta de la historia, Anne Zwing, que significa “con mucho sabor” en castellano. Le ha impreso un sello único a la música colombiana que ha influenciado a artistas, musicólogos, críticos y bailadores.
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Youtube: @aneswing
La propuesta para escribir este texto fue ganadora de la Beca Idartes de Periodismo Literario 2020.