José Antonio de Ory
Viajo por “territorio Kawabata”. Voy con frecuencia a Kamakura y a menudo me bajo en la estación anterior, Kita Kamakura, y empiezo el recorrido por Engaku-ji. Ahí está la casa de té donde se arma la trama de relaciones en torno al joven Kikuji que relata Mil grullas. Paseo por la región de Echigo, el País de nieve, y me quedo tal vez en el mismo ryokan en Yuzawa-Onsen donde Shimamura-san va con frecuencia a reunirse con la geisha Komako. En Kioto visito el Templo del musgo, como Keiko-san y Otoko-san en Lo bello y lo triste, su mejor novela. Me gusta ir a un hotelito frente al mar en Shimoda, península de Izu, donde transcurre La bailarina de Izu. He ahí uno de mis placeres en la vida, leer literatura donde sucede el relato.
El trato entre hombres y mujeres en las novelas de Kawabata no tiene apenas que ver con lo que los occidentales consideramos amor ni parece reflejar afecto o aun disfrute erótico verdadero. Un espejo del modo extraño y diferente en que los japoneses manejan sus relaciones sentimentales o eróticas.
El joven Kikuji mantiene una tensa relación con dos mujeres, ambas amantes en su día de su padre. Posiblemente engañó a una con la otra, mientras engañaba a su legítima esposa con las dos. Pero el concepto de engaño no es apropiado en la literatura japonesa. No hay novias y la esposa apenas es una figurante en el relato; prácticamente no aparece, nada sabemos de ella. Las historias de amor no son entre novios o entre un marido y su esposa. Lo normal es que los hombres estén debidamente casados y mantengan de manera decente a sus esposas mientras su vida erótica o sentimental evoluciona por otros lados. Shimamura-san mantiene una relación medio permanente con la geisha Komako en el país de nieve y se enamora aún de otra chica con la que no es fácil ver qué relación llega a tener. Sabemos que hay una esposa en Tokio que pasa sola esas semanas que él está en la nieve, pero nada más: ella no existe ni importa. El espacio conyugal no es parte de la literatura afectiva japonesa.
Su terreno propio es el ukiyo (浮世), el “mundo flotante” de la vida disipada de geishas y camareras de los cafés. Cafeterías, las llamaban antes a menudo los traductores. Todavía hoy se asocia la palabra café a establecimientos—más cercanos a los bares—que sirven alcohol y guardan la reputación de cuando eran sitios donde se iba, además, a tratar con las camareras. Otra cosa son los kissaten; ahí sí se va de verdad a tomar café, blended coffee mezclado por el barista según receta propia en cada sitio y elaborado a la manera artesanal japonesa, un procedimiento casi alquímico con filtros y aparataje precioso que en nada se parece a nuestras maquinas europeas.
Las novelas de Kawabata, de Tanizaki, de Kafū Nagai, están llenas de caballeros que salen de noche por los cafés de Ginza y tienen ahí sus relaciones con camareras. Kimie, la protagonista de Durante las lluvias, de Nagai, es camarera en el Café Don Juan en Ginza. Naomi, el personaje perverso de Tanizaki, en el Café Diamante. Ahí la conoce Jōji-san y, embelesado, termina por proponerle matrimonio. Ella, casquivana, se da pronto a la mala vida; le engaña, lo destroza, lo convierte en un pelele y él aguanta y aguanta, incapaz de desprenderse.
Difícil de comprender para el occidental qué es una geisha, cuál es su papel, cómo viven, a qué aspiran. Komako ha adoptado el oficio para sufragar los gastos médicos del hijo de su maestra de música. Y difícil también la figura de la camarera, a medio camino entre geisha y prostituta. Uno supone que unas y otras aspiran a que un hombre se interese por ellas y las rescate. Quien lo hace, se convierte en danna. ¿Cómo traducirlo? ¿Su patrón?, ¿su protector? Él pagará sus gastos, sus deudas; algo parecido a lo que en el Madrid de hace unos años era “ponerle un piso”, aunque en la cultura japonesa no siempre haya relaciones sexuales o siquiera afecto verdadero. Shimamura-san es el danna de Komako. El arreglo dura un tiempo indefinido y puede, por supuesto, romperse. Si ella encuentra otro danna, éste asumirá sus deudas con el anterior.
Todo un mundo de mujeres de pago, parte fundamental de una sociedad cuyos hombres apenas hablan con sus esposas y no duermen con ellas. Historias siempre con algo perturbador, amor con mujeres que no son de un solo hombre, casi nunca recíproco. Relaciones tristes, desalentadoras. Difíciles de entender para un extranjero. Vicente Blasco Ibáñez llegó a Japón en 1923, apenas unos días después del “Gran terremoto de Kantō” que asoló las ciudades de Tokio y Yokohama, donde desembarcó. En La vuelta al mundo de un novelista contaba:
Nunca le había hablado su alumno de noviazgos. ¿Cómo ha guardado esto en secreto hasta el último momento...? ¿Quién va a ser su esposa...? —No sé –contesta el joven—. No la conozco. Todo lo han arreglado mis padres, y fue ayer cuando me dijeron que debo casarme mañana.
El japonés somete a su esposa a un régimen despótico, con arreglo a la tradición, y esta le obedece en todo, sin la más leve protesta. Es posible entre ellos un plácido compañerismo, un afecto tranquilo y fraterno, pero no el amor tal como se ve en novelas y dramas. Por esta razón la literatura occidental sólo empieza a ser comprendida un poco por los japoneses que viven a la moderna y han viajado. Los demás, al leer obras célebres en Europa que sistemáticamente tienen por base el amor, levantan los hombros y sonríen como en presencia de algo infantil, indigno de respeto.
La geisha ha representado siempre para el padre de familia japonés la poesía de la vida, lo imprevisto y complicado que hace sufrir y proporciona el deleite al mismo tiempo; en una palabra, el amor. Tiene en su casa varias mujeres, por el privilegio de la poligamia, pero estas son abejas obscuras y laboriosas, dedicadas a la buena marcha del hogar. La geisha es como la hetaira griega, y a semejanza de los atenienses del tiempo de Pendes, el daimio, el samurái o el simple mercader han despreciado muchas veces a las hembras tranquilas y obedientes de su casa para ir en busca de la danzarina letrada, ingeniosa, maestra de buenas maneras y gran recitadora de versos.» (V. Blasco Ibáñez, La Vuelta al mundo de un novelista)
Kikuji no consigue decidirse ni avanzar con ninguna de las dos jóvenes que le atraen y termina por quedarse solo. Algo parecido le pasa años después, ya en nuestra época, a Watanabe, el protagonista de Norwegian Wood (Tokio Blues) de Murakami, igual de incapacitado para el amor. Él también se debate entre dos mujeres, la frágil y enferma Naoko, novia de su mejor amigo hasta que se suicidó, y la vivaz Midori, compañera de facultad. Su vida sin embargo transcurre en medio de una mediocridad-ambiente en que no parece disfrutar con nada: la compañía de esas dos chicas, el sexo, nada en realidad.
Nos sigue desconcertando hoy en día cómo manejan los japoneses sus relaciones sentimentales o eróticas y nos cuesta comprender el omnipresente mundo de las hostesses, heredero de ese viejo “mundo flotante” de Kawabata y Nagai. La prostitución está prohibida desde 1956 pero, como en tiempos de Kawabata, sigue siendo frecuente que los hombres apenas hablen con sus esposas, casi no se vean, no duerman juntos siquiera, convivan como desconocidos y prefieran, por eso, acudir a esas decenas de miles de sitios de jóvenes acogedoras con quienes sí hablan, en cambio, y mantienen esa compleja gama de relaciones tan difíciles de entender y discernir para uno, extranjero.
José Antonio de Ory es un ensayista español, actualmente reside en Tokio.