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Fragmento: Museo Animal

 

Carlos Fonseca

El resto le pertenece a la fantasía. El 23 de Noviembre de 1977, con apenas un par de maletas a cuestas, la familia toma un vuelo rumbo a ese sur que desconoce pero sobre el que ha puesto todas sus esperanzas. Dos días más tarde, con la pequeña Carolyn mostrando los primeros síntomas de una enfermedad que la acompañará a través del viaje, el viejo autobús que los lleva se detiene frente a una impresionante y tupida selva. Le sigue una travesía latinoamericana que es una suerte de reverso negativo de aquellas grandes travesías clásicas de los grandes viajeros. Allí donde Humboldt encontró la imagen de una América silvestre y sublime, ellos encuentran la imagen de una naturaleza ruinosa, repleta de basura. Allí donde William Walker encontró la ausencia total de estado, ellos encuentran residuos del poder estatal por todas partes. Allí donde Franz Boas encontró la naturaleza de lo desconocido, ellos parecen encontrar un siniestro espejo de sí mismos.

Por todas partes, Toledano siente que su viaje es, más que nada, una repetición con tintes de farsa.  Tal vez por eso, al final de la primera noche, mientras la mujer y la niña duermen, apunta en la libreta de su esposa dos fragmentos del diario de uno de sus filósofos favoritos. Dos sueños que, según él, sugieren que al final de todo viaje, no hay más que una risa de desilusión. El primero, que Toledano subraya con tinta roja, se titula Embajada Mexicana y dice así:

“He soñado que estaba en México como miembro de una expedición científica. Tras cruzar una selva virgen de altos árboles, llegamos a un sistema de cuevas a flor de tierra en la montaña, donde desde los tiempos de los primeros misioneros continuaba la labor de conversión entre los nativos. En una gruta central inmensa y rematada en punta a la manera gótica se estaba celebrando un servicio divino según el más antiguo rito. Entramos y presenciamos su fase culminante: ante un busto de madera de Dios padre que se mostraba instalado a gran altura en alguna parte de una pared de la cueva, un sacerdote alzaba un fetiche mexicano. Entonces la cabeza divina se movió tres veces de derecha a izquierda.”

Le produce morbo la idea de que al final de la selva se encuentre un espejo de la propia miseria occidental. Le produce morbo pensar que este viaje hasta el final de la selva no es sino el viaje hasta los malestares de su propia cultura. Le duele, sin embargo, pensar que por buscar esa farsa, su esposa ha impulsado a una niña enferma a atravesar una selva que de natural tiene poco. En esos primeros días, cuando se descubre ante tales dudas, vuelve al fragmento que ha escrito y se dice que hay que seguir: hay que llegar hasta el final del sueño y aprender a reír al despertarse. A su lado, la niña vuelve a toser en pleno sueño.

Son días largos, durante los cuales de la mano de un hombre tatuado que se hace llamar el apóstol, la familia atraviesa una selva repleta de ruidos extraños, de animales y contrabandistas. Días largos, en los cuales Toledano comprende que la locura de su esposa no conoce límites. Días en los que Toledano intuye que solo manteniendo la cordura logrará regresar a casa con la niña viva. Una idea lo mantiene cuerdo: la idea de que al llegar al final del trayecto su esposa comprenderá la futilidad de su proyecto. Una idea lo tranquiliza: al final del trayecto su esposa comprenderá la inutilidad de su pasión.

A él, por su oficio y prestigio, se le ha encargado fotografiar el trayecto. Servir de testigo. Sin embargo, ahora que recuenta ese viaje que termina por depositarlos frente a una ciudad utópica, no cree recordar tampoco que tomara demasiadas fotos. Recuerda, en cambio, el zumbido de los insectos, el croar de las ranas, el omnipresente sonido de los ríos, la toz de la niña que iba creciendo según crecía el viaje, con una desmesura alucinante. Ahora que camina a paso lento hacia ese momento de decisión que marcará su vida, recuerda el tedio de las noches que pasaban entre mosquiteros, esas noches en las que la niña le preguntaba cuándo podrían regresar a casa. Recuerda los pregones del apóstol, la pasión de su esposa, la desconcertante sensación de haberse internado en un laberinto sin salida. Recuerda un pueblo repleto de contrabandistas, a un hombre gordo y grosero, a un hippie alemán que representaba obras del Siglo XVII para los indios y a una joven polaca que pasaba las horas muertas contando historias sobre la pampa. Luego se detiene, como si vislumbrando finalmente su destino, la memoria se negara a rendir testimonio.

Más tarde yo comprendería que en esos silencios se jugaba la verdadera historia de aquella familia inusual. Mi abuelo solía decirlo: en los silencios se juegan las dudas y los temores de una historia. Sus sentidos también. Más tarde entendería que si Toledano se detenía entonces, para luego seguir la historia, era precisamente porque ahí se jugaba su dirección y sentido. Pero eso sería después. Esa tarde, vaticinando que el final estaba cerca, me limité a escuchar aquella historia que crecía frente a mí, indomable y extraña, con la inquietante sensación de ya haberla escuchado en los silencios que durante un año compartí con Giovanna.

En la historia que escucho entonces hay una familia y un viaje. Hay una niña enferma y un hombre que por las noches se dedica a recitar profecías frente a una fogata. Hay peregrinos y hay contrabandistas, hay una niña que de los animales aprende a jugar al escondite. Hay noches larguísimas en las que el padre consuela a la niña trazando constelaciones y cuentos, mientras la madre se dedica a esbozar delirios teóricos. Es una historia de expectativas y desilusiones que culmina el día que, tras subir una montaña enorme, los peregrinos ven aparecer frente a ellos una ciudad imprevista. Y en esa ciudad hay un niño que dice haber soñado el final de los tiempos, la llegada de los fuegos y la restauración de un tiempo nuevo. Hay una larga espera profética, una suerte de periodo de adviento a la espera del suceso sagrado. Hay un hombre que comprende la farsa pero decide no abandonar a su esposa, creyendo que tras la desilusión llegará la razón. Pero en esa historia mesiánica llega el día señalado y no ocurre nada, pero para la decepción de Toledano, ni siquiera en ese momento su esposa retoma la cordura. No. En cambio, le pide – en un gesto que recordará por el resto de su vida – que le tome una foto a la niña junto al pequeño vidente. En la historia hay una fotografía final y es esa fotografía ausente la que retrata la sinrazón del viaje, la inocencia de la época y la intemperie que vendría. Tras tomarla, Yoav Toledano decide salir de la ciudad. Deja a la niña en un pequeño hospital de provincia, la besa y promete que volverá a verla a más tardar en un mes.

Esa misma tarde, con el recuerdo todavía puesto en la niña enferma, Yoav Toledano se dice que toca partir. Recordando la figura de Nadar que tanto lo tentó en sus primeros años, se dice que solo un oficio sería apropiado para un hombre que ha visto lo que él ha visto: fotógrafo de minas. Recordando la anécdota de Nadar perdido entre la catacumbas parisinas, se dice que solo allí, en el subsuelo, encontrará el lugar adecuado sobre el cual sepultar su secreto. Encuentra, en la biblioteca de la escuela primeria de un pequeño pueblo al borde de la selva, un atlas en el que al cabo de unas horas de inspección localiza un pequeño pueblo minero. Tres días más tarde, la empleada de la oficina de correos del pueblo lo ve entrar, cargando un par de maletas y un bolso repleto de lo que parecen ser cámaras viejas. Es hermoso y alto – piensa ella – tiene el aura de un gentleman inglés y la mirada perdida de esos forasteros que habiéndolo visto todo, se contentan un día con enterrarse en su pequeño terruño. Esa misma tarde, tras preguntar por un hotel cercano, se le ve hablar con la viuda del difunto Marlowe. Dos días más tarde, cuando el alcalde lo va a buscar para conocer sus intenciones, solo encuentra en la casa un reguero de cámaras viejas sobre una mesa de madera. Yoav Toledano ya anda pueblo abajo, buscando desesperadamente ese olvido que encontrará dos años más tarde, cuando lea por primera vez, en el periódico local, sobre la aparición de los primeros humos.

Carlos Fonseca’s novel Coronel Lágrimas is a thing of beauty. Fonseca currently teaches at Cambridge University. His novel Museo Animal, a fragment of which appears here, was first published in 2007 by Anagrama

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